jueves, 3 de julio de 2008

LOS CHICOS DE LA GUERRA

POR OCCAM (www.corraldelobos.blogspot.com)

En primer lugar, cabe preguntarse cuál es la edad ideal para el soldado. No hablo de los generales ni de los almirantes ni de los mariscales de campo. No hablo de la experiencia y la sagacidad que necesariamente llegan después de mil batallas, de algunos aciertos y muchos más errores, de curtiembres de lomo y de capacidad de resistencia, del espíritu, de los ojos y del estómago. Hablo solamente de la aptitud para ser soldado, para empuñar un arma, correr y saltar a campo traviesa, atacar al enemigo con decisión, tener cierto desprecio a la muerte vinculado mucho con la condición metabólica y hormonal, y sobre todo, justamente por lo contrario que lo dicho para generales, etc.: por la inexperiencia, por esa distancia vital con la muerte, por esa indiferencia hacia algo que se juzga aún demasiado distante e improbable; y por el espíritu lúdico que aún se conserva.

No casualmente todos los deportes se practican a determinada edad. Tiene que ver con una capacidad física pero también con una predisposición espiritual. A veces hay que ser extremadamente irresponsable para construir las grandes gestas deportivas. Si los mismos autores de esas gestas quisieran repetirlas años después, cuando son atildados señores llenos de responsabilidades y de compromisos con cadenas de TV y grandes marcas, que exceden la soledad existencial de sus propias personas e intereses, seguramente fracasarían sin apelantes, les pesaría demasiado el desafío, cada una de las características coyunturales serviría de impedimento, de lastre, de pesada mochila, de miedo escénico. O sea que los buenos soldados, los bravíos combatientes, están siempre cerca de la inexperiencia, de la irresponsabilidad, del desprecio a la muerte, de la imprevisión y del ludismo... Cerca de la locura. Porque la guerra, la más antigua de las artes humanas, es como arte patrimonio de locos vehementes. Y como el más antiguo de los juegos humanos, es como juego patrimonio de hombres niños. Y como la más antigua de las tragedias humanas es como tragedia patrimonio de hombres irresponsables e inconscientes de su destino.
En definitiva, la respuesta a la pregunta conduce a la juventud. Los romanos habían establecido el coeficiente perfecto entre la plenitud física y la inmadurez comentada en los 18 años, y su decadencia progresiva se prolongaba –de acuerdo con las diferentes fuentes y épocas- hasta 25 años luego, pero siempre en la consideración de que pasados más de 10 años de esa ecuación perfecta el resultado ya distaba de ser el militarmente deseable. Asimismo, para el más grande imperio que ha existido, y para la más perfecta maquinaria militar –no maquinaria de exterminio, como las surgidas en el siglo XX- que ha existido entre los hombres, la guerra era cuestión de jóvenes inmaduros y principal factor generador de la madurez y del conocimiento. Ciertamente que el espíritu de cuerpo, el sacrificio y la disciplina ante situaciones extremas, eran considerados la mejor escuela para el enaltecimiento del espíritu y la generación de códigos de conducta nobles. Es por eso que se exigían en esa época de la humanidad, rigurosamente, los 10 años de servicios militares para con Roma en las legiones, para obtener luego el merecimiento suficiente para acceder a cargos públicos (y qué duda cabe aún hoy que resulta mejor parámetro de idoneidad para el desempeño de una función pública la demostración de un sacrificio previo real y comprobable, que la demostración de múltiples ejercicios de otros cargos jugosamente rentados).

El concepto de desarrollo, si bien tamizado por el espíritu occidental, que persigue la trascendencia a través de la acción, no difiere de la óptica oriental, que persigue la trascendencia a través de la contemplación. Sin embargo, en ambos polos de una capacidad que trasciende la materialidad animal, el concepto de desarrollo humano, que no puede ser otro que el desarrollo espiritual, está vinculado al sacrificio, al paso de una vida animal inocente, irresponsable, despreciativa de la muerte, cruel a veces, a una vida espiritual superior, trascendente, a través del sacrificio y de la situación límite, de la confrontación del ser consigo mismo y con su situación, al conocimiento final de las fibras de que cada uno está hecho, de los miedos reales, del tamaño de su cobardía, de las pulsiones más tremendas y escondidas en lo profundo de una psique que es todavía un mar insondable.
Ese proceso se prolonga hacia todas las culturas y todos los tipos de hombre, desde el África negra hasta las estepas americanas, de los hielos esquimales a los desiertos mongoles, y se ve ritualizado a través de diversas –y nunca sencillas para el postulante- ceremonias de iniciación.
Y me veo obligado a decir todo esto a la luz de las imbecilidades que nos imponen de manera martillante y uniforme a nuestros oídos. Hoy en el lastimoso canal oficial, en el cual se plasma, en la era de la intolerancia y el discurso único, únicamente la versión oficial de todas las cosas, me encuentro con que un impune generacionalmente inepto esgrime una acusación tajante: cómo puede ser que para una guerra se arranque del seno de su hogar a chicos de 18 años que están para estudiar, para salir a bailar, para noviar, para ver a los amigos... Mientras todos se escandalizan con la evidencia de esta reflexión, que nos conduce maquinalmente a la adolescencia idílica de las películas de Palito Ortega, no puedo dejar de recordar que en el mismo y en los otros canales de aire no dejan de pasar cada semana cámaras testigo de tremendas batallas campales entre estos bucólicos adolescentes, invariablemente drogados o alcoholizados, rompiéndose sin piedad la cara y la cabeza a patadas, trompadas, botellazos, palazos, reventándose contra el asfalto o el cordón cuneta, a la salida o la entrada de los centros de diversión nocturna, quedando desmayados y abandonados por sus compinches de juerga, y muchas veces muertos. No puedo dejar de pensar en las tribus urbanas y sus diferencias irreconciliables, en sus odios viscerales vinculados con la portación de determinado tatuaje, o piercing, o el tocado de sus cabellos, con el estampado de sus remeras o con la música que llevan en el mp3. Sin ir más lejos, evoco las recientes peleas entre “emos” y “cumbieros” en un shopping céntrico, ante las miradas atónitas de todos los paseantes.

Tampoco puedo evitar pensar en el nuevo fenómeno de las sociedades occidentales de consumo, el “bulling”, una actividad ciertamente ruin que consiste en castigar mediante golpes impiadosos convertidos en tortura a un adolescente indefenso, y ejecutada, por supuesto, por otros adolescentes, que graban las palizas en sus celulares para luego “compartirlas” en la “red de redes”. Claro que en general todas estas folklóricas inquietudes, que envuelven a decenas de miles de adolescentes por semana, involucran a menores de 18 años, “chicos” (según la categorización de la nueva ley de menores de la progresista provincia de Buenos Aires, la más parecida en términos de violencia a las progresistas naciones del África Ecuatorial) que no son “arrancados” autoritariamente de ningún lado, sino que van por sus propios medios y voluntad a encontrarse con otros “chicos” para romperse impunemente el alma, sin códigos, sin lealtades, sin piedad y sin honor. A ejercer toda la violencia, la crueldad y la inhumanidad de los animales, todas las pasiones previas a la iniciación.
Está bien. Cualquiera puede entonces venir a decir que con ello, con esa barbarie inorgánica y egoísta, ayudada muchas veces con sustancias psicoactivas y otras por arengas simiescas, se produce también el paso trascendental a la adultez, se cultiva el espíritu... Pero esos mismos perversos, que en estos tiempos abundan, saben de lo grosero de ese razonamiento.

En fin, en 1982 se enviaron miles de jóvenes a Malvinas a encontrar su destino y también a contribuir en la construcción del destino colectivo (qué duda cabe de ello, y será abordado más adelante). En 2008 decenas de miles de jóvenes y adolescentes todas las semanas se encuentran con lo peor de sí mismos, con la crueldad destemplada, con la impiedad, con el egoísmo, con el delito, sin honor, sin compañerismo, sin solidaridad, sin sacrificio, sin sentimientos nobles ni altruistas... ¡Sin motivo! Pero eso no es motivo de masoquismo colectivo, de revisiones bienpensantes de gente que piensa mal. Que piensa mal porque lo hace contaminada de dos subjetivismos: la atemporalidad de cada juicio (sacando a los episodios de su contexto) y el individualismo, es decir, desde su propio interés y cobardía.