La historia que nadie quiere volver a oír
Jorge Fernández DíazLA NACION
Domingo 12 de febrero de 2017
La flagrante falsificación de la
historia de aquellos años fue anterior al kirchnerismo, y en esa operación
cultural de la negación estuvimos casi todos involucrados. Mi generación
anhelaba el enjuiciamiento de los terroristas de Estado que a partir de 1976
habían organizado una cacería repugnante, y fue entonces porosa a la idea de no
revolver la prehistoria para no justificar a los represores, cuyo plan
sistemático ya está en los anales de la aberración universal. Raúl Alfonsín,
con su mira en la gobernabilidad, tampoco quiso ir a fondo con las
responsabilidades que le tocaron al peronismo. Cualquier crítica a la guerrilla
era galvanizada bajo el insulto de "la teoría de los dos demonios", y
así fue como con el correr de los años se instaló una serie de mentiras
inconmovibles: Perón nada tuvo que ver con la Triple A ni con la criminal
escalada contra la izquierda peronista, y murió perdonando a los que mataron a
Rucci; las acciones de su secretario privado, su esposa y sus amanuenses
sindicales y políticos fueron independientes, fruto de sus propias iniciativas.
Y los setentistas eran pibes tiernos que dieron su vida para cambiar el mundo y
además lumbreras de la política nacional.
Durante doce años, los Kirchner no hicieron más que montar una
siniestra glorificación de aquella "gesta", mientras impulsaban algo
necesario: el castigo judicial a los responsables del Proceso. Hoy la inmensa
mayoría de esos jerarcas están condenados y asoma por primera vez la
posibilidad de un revisionismo sin miedos ni prohibiciones.
Marcelo Larraquy, un historiador
incontaminado de cualquier narrativa de encubrimiento, prepara un libro
monumental sobre la violencia política y ya anticipó en Los 70, una historia
violenta algunos datos que habían sido cuidadosamente sustraídos de la
memoria. No sólo demuestra las demenciales y homicidas faenas de la JP
montonera y las ideas calamitosas de una camada que siempre se ha
autoproclamado como la más brillante del siglo XX, sino que pone el dedo en la
llaga al recordarnos qué hizo Perón cuando se le rebelaron.
La primera reacción ocurrió el 1º de octubre de 1973. Dictado por su
propio líder, el Consejo Nacional del PJ elaboró un documento que decía:
"El Movimiento Justicialista entra en estado de movilización de todos sus
elementos humanos y materiales para enfrentar esta guerra. Debe excluirse de
los locales partidarios a todos aquellos que se manifiesten en cualquier modo
vinculados al marxismo. En todos los distritos se organizará un sistema de
inteligencia al servicio de esta lucha". Quien firmaba el texto era a un
mismo tiempo presidente electo y máxima autoridad del órgano partidario.
A partir de su directiva comenzó un
impiadoso operativo de "depuración", que consistió en una feroz
persecución de los "infiltrados". Perón obligó al justicialismo a
entrar en combate y delación, dio luz verde para que el sindicalismo ortodoxo
hiciera "tronar el escarmiento" y batallara a sangre y fuego al gremialismo
clasista en las fábricas, instruyó a López Rega para que armara un grupo
parapolicial dentro del Estado; le dio amplios poderes al comisario Alberto
Villar, que llevaría a cabo la represión ilegal, y ascendió a los hombres
fundamentales de lo que sería la Triple A. Enseguida sobrevendrían la primera
lista de "condenados" a muerte y los atentados con metralleta y
explosivos, y una serie de golpes destituyentes a gobernadores legalmente
elegidos en las urnas, pero con simpatías por la Tendencia Revolucionaria:
Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, Salta y Santa Cruz.
Perón tampoco se guardaba nada. Les
dijo a sus militantes que no debían permitir que se introdujeran ideologías y
doctrinas "totalmente extrañas a nuestra manera de sentir":
"¿Qué hacen en el justicialismo? Porque si yo fuera comunista me voy al
Partido Comunista y no me quedo ni en el Partido ni el Movimiento". A esa
altura, el General no hacía distingos entre el ERP y Montoneros. Envió al
Congreso una reforma del Código Penal para endurecer las penas contra la
"subversión", superando incluso la severidad de la dictadura de
Lanusse. "A la lucha, y yo soy técnico en eso, no hay nada que hacer más
que imponerle y enfrentarla con la lucha -dijo Perón-. Nosotros,
desgraciadamente, tenemos que actuar dentro de la ley, porque si en este
momento no tuviéramos que actuar dentro de la ley ya lo habríamos terminado en
una semana... Pero si no contamos con la ley, entonces tendremos que salirnos
de la ley y sancionar en forma directa, como hacen ellos... Porque formo una
fuerza suficiente, lo voy a buscar a usted y lo mato. Si no tenemos la ley, el
camino será otro. Y les aseguro que puestos a enfrentar la violencia con la
violencia, nosotros tenemos más medios para aplastarla, y lo haremos a
cualquier precio."
Por televisión, Perón pronuncia en
esos días la palabra "aniquilación". Luego dice: "La decisión
soberana de las grandes mayorías nacionales de protagonizar una revolución en
paz y el repudio unánime de la ciudadanía harán que el reducido número de
psicópatas que va quedando sea exterminado uno a uno para el bien de la
República".
El mensaje hacia adentro y hacia
afuera no podía ser más contundente. Bandas compuestas por policías y
delincuentes comunes, pesados de la GGT y las 62 Organizaciones, y dirigentes
justicialistas de grueso calibre actuaban bajo las consignas del momento:
macartismo, espionaje, purga, guerra, exterminio y aniquilamiento. La crónica
de esos sucesos se entrelaza con la carnicería montonera, que vengaba cada
muerto con fusilamientos y bombas. Los setentistas, a posteriori, intentaron
dos camelos: separar a Perón de la persecución ilegal presentándolo como un
hombre enfermo y manipulable, y luego relativizar la inquina que les había
tomado. Es que pretendían seguir usufructuando el mito, y verdaderamente lo
lograron, a pesar de toda evidencia. Perón tuvo lucidez plena hasta tres días
antes de su muerte, expiró odiando con toda su alma a los "estúpidos e
imberbes" y dejó como misión borrarlos del mapa. No otra cosa hicieron su
viuda y su secretario, que continuaron su política.
Los conceptos públicos de Perón
serían luego utilizados y perfeccionados por las Fuerzas Armadas. Montoneros no
hizo nada para frenar el golpe; por lo tanto, también fue cómplice de la noche
más larga y oscura. El justicialismo cometió crímenes de lesa humanidad, que
nadie se atrevió a juzgar: hubo en ese período cerca de mil desaparecidos y más
de mil quinientos muertos, y el financiamiento de esa masacre surgió del
erario. Casi todos son culpables en esta historia de clisés e infames falacias
que nadie quiere volver a escuchar.