Testamento: Introducción
Héctor Ricardo Leis
Jul 13, 2012
Nací en Avellaneda, Argentina, en 1943. En los años 60, fui
militante comunista y peronista. Esta experiencia me llevó a participar en la
lucha armada. Estuve un año y
medio en la cárcel, fui amnistiado en 1973. Fui combatiente
de los Montoneros hasta el final de 1976. En el año siguiente me exilié en
Brasil, donde fui reconocido
como refugiado político por el Alto Comisionado de las
Naciones Unidas para Refugiados. Después de algunas idas y vueltas fijé
residencia en Brasil, nacionalizándome
en 1992. Tengo una maestría en ciencias políticas y otra en
filosofía y un doctorado en filosofía, fui profesor de relaciones
internacionales, ciencia política y también interdisciplinar en ciencias
humanas. Con sesenta y nueve años me jubilé como profesor en la Universidad
Federal de Santa Catarina. Soy miembro del Club Político Argentino; mi última
militancia.
En este trabajo se combinan elementos analíticos y
testimoniales a fin de explicar la tragedia vivida en Argentina en los años 70.
Para ello se abordan temas como la
relación entre el terrorismo, la guerrilla y la revolución,
el conflicto de las generaciones y la calidad del liderazgo. Por último,
mirando hacia el futuro del país, se hace una reflexión sobre el resentimiento,
la reconciliación, la verdad, la confesión y el perdón.
Testamento: 1.1 Terrorismo, Guerrilla y Revolución
(primera parte)
Héctor Ricardo Leis
Jul 14, 2012
El problema ha sido siempre el mismo: los que fueron a la
escuela de la revolución aprendieron y supieron de antemano que curso una
revolución debe tomar. Fue el curso
de los acontecimientos. (…) Ellos habían adquirido la
capacidad de representar cualquier papel que el gran drama de la historia les
asignara y, si no hubiera otro papel a su disposición que no fuera el de
villano, estaban más que dispuestos a aceptarlo, en lugar de quedarse afuera.
(…)
Hay cierta grandiosidad absurda en el espectáculo de estos
hombres – que se atrevieron a desafiar a todos los poderes y las autoridades
del mundo, y cuyo coraje no tenía ninguna duda – sometiéndose, a menudo, de la
noche a la mañana, con humildad y sin siquiera un grito, a la llamada de la
necesidad histórica, por más loco e incongruente que les debe haber parecido el
aspecto exterior de esta necesidad.
Ellos fueron engañados, no por las palabras de Danton,
Robespierre y Saint-Just y todos las otras que les sonaban en los oídos, fueron
engañados por la historia y se convirtieron en los locos de la historia.Hannah
Arendt (1906-1975)
La mayor diferencia entre los modelos de acción de las
guerrillas urbana y rural está en la cuestión del terrorismo. Varios países de
América Latina pasaron de un tipo de guerrilla a otro sin darse cuenta del
cambio de valores que sigue a este cambio. La idealización romántica de la
revolución cubana se extendió a ambos modelos, cuando en realidad la urbana es
mucho más terrorismo que guerrilla. Sus miembros pagarían caro ese error.
Los guerrilleros urbanos sólo pensaban en el enemigo,
ignoraban el poder deletéreo del terrorismo para la calidad de la guerra.
El terror es la mejor palanca para una escalada a los
extremos de violencia en los conflictos armados. Carl von Clausewitz, en su
conocido libro De la Guerra, comprueba que, en general, las guerras no llegan a
los extremos de violencia, aunque conceptualmente las mismas implican dinámicas
en las que, para ganar, los dos lados son llevados hacia los extremos. Según él,
las razones moderadoras del uso de la violencia son muchas, incluyendo la
presencia de factores morales, y sobre todo que la guerra siempre se subordina
a objetivos políticos. En particular, este último aspecto supone que los
agentes conservan a lo largo del proceso un grado relativamente alto de
racionalidad.
Clausewitz no hace referencia a la cuestión del terror; él
estudiaba la guerra convencional de su tiempo. Pero aun así es fácil ver que
cuando el terror se introduce en el medio
de la guerra, la racionalidad de los actores tiende a
eclipsarse y la importancia de los factores morales y políticos a disminuir, ya
que aumenta el deseo inmediato de
venganza. La cual, paradójicamente, se hace más insaciable
cuanto más avanza por el camino del terror.
El terror genera sentimientos profundamente negativos como
el miedo y el resentimiento, que alimentan el círculo vicioso de la venganza de
las fuerzas combatientes afectadas. Así, el terrorismo lleva la guerra a los
extremos del exterminio cruel del enemigo, dejando cada vez más lejos a los
factores políticos y morales iniciales. Sólo la rendición incondicional de uno
de los lados —y no siempre— puede evitar este exterminio.
En algunos casos, como en los estados totalitarios, incluso
después de la eliminación del supuesto enemigo, el terror sigue
retroalimentándose a lo largo de los años.
En su conocido manual, La Guerra de Guerrillas, publicado en
el calor de los combates en Cuba, Che Guevara receta la guerrilla rural para
toda América Latina, rechazando explícitamente el terrorismo por considerarlo
una acción que dificulta el trabajo político con las masas. Su opinión
reflejaba el consenso del viejo marxismo, que identificaba al terrorismo
tradicionalmente con la derecha y repudiaba la atracción que ejercía sobre los
anarquistas.
Tras el fracaso de los intentos de guerrilla rural en los
años 60, en América Latina se cambia el curso de la dinámica revolucionaria del
campo a las ciudades. En este nuevo contexto Carlos Marighella publica, en
1969, el Manual del Guerrillero Urbano, un libro de referencia para los
distintos grupos del continente, incluso los argentinos. El líder brasileño
caracteriza las ejecuciones, los secuestros y el terrorismo en general como
modelos de acción legítimos de la guerrilla urbana, concluyendo con énfasis que
“el terrorismo es un arma que el revolucionario no puede abandonar”.
Mientras el terror en las zonas rurales era visto como
contraproducente, en las ciudades era elogiado.
El terrorismo dejó de ser patrimonio de la derecha al final
de los 60. Che Guevara murió en 1967, una lástima. Aunque estimuló de manera
insensata a la guerrilla en América Latina y en el mundo, quizás hubiera sido
capaz de impedir el giro terrorista en nuestro continente.
Era el único que tenía la autoridad moral para hacerlo.
La historia del terrorismo demuestra que él no está sujeto a
una ideología. La acción violenta destinada a matar y a producir terror con
fines políticos es una práctica que abarca todo el espectro de izquierda y de
derecha por igual, a pesar de que su nombre no siempre sea reclamado de forma
explícita, tal como lo hizo el líder brasileño.
Durante el siglo 19 y las primeras décadas del 20 el
terrorismo estuvo ligado principalmente a la izquierda anarquista y al
nacionalismo separatista. Sin embargo, entre las dos guerras mundiales, los
principales responsables por actos terroristas fueron de la extrema derecha
fascista. En el contexto de la Guerra Fría el terrorismo surgió asociado a
movimientos de extrema izquierda revolucionaria o de tipo nacionalista y/o
separatista, abarcando tanto a países desarrollados de Europa como a
subdesarrollados de América Latina, África y Asia. Por último, en el final del
siglo 20 y principio del 21, surgió con más fuerza el terrorismo basado en la
religión, como el de la organización islámica Al-Qaeda, que atacó las torres
del World Trade Center. Este último fue acompañado por la Guerra contra el
Terror del gobierno Bush, que utilizó el concepto como una etiqueta para
identificar a la mayoría de los enemigos de los Estados Unidos, complicando aún
más la comprensión del fenómeno.
Con el terrorismo de Estado pasa lo mismo: cualquier
ideología o mentalidad, ya sea de izquierda, de derecha, nacionalista o
religiosa, puede acompañarlo. A pesar de sus diferencias, la Alemania de
Hitler, la Rusia de Stalin, la China de Mao, la Argentina de Videla, la Serbia
de Milosevic, la Camboya de Pol Pot, y el Irán de Ahmadinejad, entre otros, son
Estados igualmente responsables por actos de terrorismo.
Los comentarios anteriores permiten
concluir que el fenómeno del terrorismo no
debería ser caracterizado por sus
objetivos, extremadamente variados, sino por su capacidad para “envenenar” los
conflictos llevando la violencia (y la confusión
conceptual) hasta los extremos.
————————
En América Latina, no todas las guerrillas urbanas fueron
igualmente terroristas. Los Montoneros de Argentina fueron probablemente el
grupo que más adoptó este modelo
de acción en los años 70, y los Tupamaros de Uruguay, los
que menos. Por lo tanto, también será distinta la responsabilidad histórica de
cada grupo por la instalación
de la dialéctica de violencia de cada país.
En esa época nadie pensaba que una organización
revolucionaria, aun cuando pusiera bombas y matara personas inocentes, pudiera
ser terrorista. Igual que mis compañeros, yo era un terrorista de alma bella.
La verdad es difícil de aceptar no sólo para aquellos que fueron guerrilleros,
sino para la mayoría de los argentinos.
Algunos autores sostienen que durante la dictadura militar,
desde Onganía hasta Lanusse, el actor principal de la lucha revolucionaria fue
la guerrilla y no el terrorismo, el cual aparecería progresivamente a partir de
1974, con el gobierno constitucional de Isabel Perón.
Esta interpretación intenta dividir la lucha armada en dos
fases, pero ocurre que en el caso de Montoneros la lógica e intencionalidades
del terrorismo estuvieron presentes desde su primera acción pública: el
secuestro y ejecución del general Aramburu, en 1970.
Este debate es fundamental para la comprensión de las
responsabilidades en el proceso de violencia que causó diez mil muertes
trágicas – cuya autoría, en una cuenta aproximada, fue de mil (1000) por la
Triple A, mil (1000) por las organizaciones revolucionarias y ocho mil (8000)
por las fuerzas militares de la dictadura de Videla. Esta es una cuenta que, en
la defensa de la dignidad de la historia argentina, se tendría que haber hecho
con precisión y
consenso público hace mucho tiempo. Mostrando falta de
coherencia y bias ideológico, esta cuenta no está en la lista de las
reivindicaciones de los movimientos o de los organismos estatales que se ocupan
de los derechos humanos en la Argentina.
En la Argentina hubo guerrilla y terrorismo superpuestos
casi desde el comienzo de la violencia revolucionaria. El terrorismo se
presentó con un rostro bien definido en la ejecución del sindicalista peronista
Vandor en 1969 (figura principal de la Confederación General del Trabajo— CGT,
colaboracionista con la dictadura de Onganía y adversario de Perón), del
general Aramburu en 1970 (arquitecto de la Revolución Libertadora que derrocó a
Perón y presidente del gobierno de facto de 1955 a 1958), del sindicalista
peronista Rucci en 1973 (secretario general de la CGT y aliado muy próximo de
Perón), y del ex-ministro Mor Roig en 1974 (político ajeno al peronismo que
como ministro del gobierno del general Lanusse articuló el pacto que permitió
el retorno de la democracia en 1973). Todas estas operaciones fueron realizadas
por comandos Montoneros (o que se integrarían después en la organización, como
en el caso de Vandor).
Los dos últimos asesinatos fueron perpetrados a pesar de que
el país estaba bajo un régimen democrático, varios años antes de la llegada de
la dictadura militar.
Entre otras cosas, el uso del terrorismo fue facilitado
entre los Montoneros por la amalgama de componentes ideológicos contradictorios
que impedían pensar en estrategias políticas realistas y coherentes.
Al mismo tiempo, estos grandes gestos terroristas eran
funcionales para el crecimiento de la organización, permitiendo sumar
militantes de diversas corrientes ideológicas. Ellos podían venir tanto del
catolicismo nacionalista de derecha, como de la teología de la liberación
marxista, del peronismo revolucionario de derecha, del comunismo, y de otras
variantes de la izquierda.
Los Montoneros surgieron y consolidaron su organización en
el culto a la violencia. Ellos fueron capaces de matar a todos los que se
cruzaron por delante de su voluntad política, sin importarles su condición, ya
fueran peronistas o antiperonistas, militares, políticos o sindicalistas.
Sin embargo, soy testigo de que nuestra motivación era
noble. Conservo todavía un recuerdo feliz de mi vida en aquellos años. Fueron
sombríos pero también llenos de desprendimiento, alegría y amor. Sé que nuestra
intención no era hacer el mal por el mal en sí mismo, pero la astucia de la
razón, irónica y perversa, pudo convertir hombres buenos en malos, sin darnos
tiempo para tomar conciencia.
El retorno de este camino sería extremamente difícil para la
mayoría, casi imposible.
Los Montoneros ocultaron su ambición de poder por detrás del
liderazgo de Perón, pero cuando se dio su retorno, y él no les entregó la
dirección del movimiento peronista como esperaban, no dudaron en matar a Rucci
para llamar la atención del líder sobre sus demandas, pero sin reconocer
públicamente su autoría. Creían que la condición de revolucionarios les
otorgaba el patrimonio de la historia, por ser dueños de la verdad se
permitieron mentirles a sus contemporáneos (en el otro extremo del espectro
político argentino la situación seria semejante, la historia mundial está llena
de ejemplos de este tipo).
Del mismo modo, años antes habían matado al general Aramburu
para ser reconocidos como peronistas por Perón y por las masas.
Así como intentaron ocultar la verdad de la muerte de Rucci,
en el caso de Aramburu intentaron hacer desaparecer su cuerpo, con la supuesta
intención de cambiarlo en el futuro por el de Eva Perón, secuestrado durante el
gobierno de Aramburu.
Como Eva Perón murió de muerte natural, la saga de las desapariciones
de personas asesinadas con intencionalidad política en la Argentina del siglo
20 no la incluye.
Según mi conocimiento, esta triste saga comenzó en 1930 con
el anarquista Penina, durante el gobierno del general Uriburu; siguió en 1955,
con el comunista Ingalinella, en el gobierno del General Perón; continuó en
1962 con el peronista Vallese durante el gobierno provisional de Guido (que
asumió tras el derrocamiento de Frondizi por los militares); hasta llegar al
cuarto de la lista, el general Aramburu, cuyo cadáver permanecería desaparecido
un mes y medio.
El imaginario de los autores de la larga lista de desaparecidos
que vendría después se construyó con base en estos antecedentes.
Debido a que el asesinato de Rucci provocó una acelerada
ascensión a los extremos de violencia, “envenenando” el gobierno de Perón en
plena democracia, este atentado
debería considerarse como el mayor acto terrorista de la
guerrilla argentina en los años 70. Sin embargo, por ser un magnicidio, otro
que convocó igualmente a los demonios fue el de Aramburu. Su cuerpo tardó en
descansar en paz. Además del desaparecimiento sufrido después de su muerte,
cuatro años después de enterrado en el Cementerio de la Recoleta volvería a
pasar por lo mismo. Los Montoneros repitieron la hazaña para continuar
insistiendo en la devolución del cadáver de Eva Perón.
La trágica ironía de este último hecho es que el cuerpo de
Evita había sido entregado a Perón en España tres años antes, en 1971: ¡era el
general vivo que no lo querría traer de vuelta al país, no el general muerto!
Si la primera desaparición del cadáver de Aramburu podía reivindicar alguna
legitimidad, la segunda no tenía ninguna razón más que insultar la memoria de
los militares argentinos.
En favor de los Montoneros se podría decir que la falta de
respeto a los muertos tiene una larga historia en la Argentina; el cadáver de
Perón tampoco se salvó y tuvo sus manos mutiladas en 1987.
El escenario terrorista argentino de los años 70 tuvo todas
las combinaciones posibles de terrorismo, uno más vinculado a los movimientos
de la sociedad civil, otro más a los organismos estatales, y también casos
intermedios, como la Triple A. Todos se retroalimentaron entre sí. Obviamente,
no todos los miembros del estado o de la
sociedad civil fueron terroristas de la misma forma a lo
largo de la historia. Sin embargo, hubo complicidad en diversos niveles del
Estado y la sociedad civil con el terrorismo producido por los gobiernos de
Lanusse, Perón, Isabel Perón, Videla, Viola y Galtieri. Así como hubo
complicidad con el terrorismo de las organizaciones guerrilleras en distintos
niveles de la sociedad civil y del Estado (especialmente en el gobierno de
Cámpora y de algunos gobernadores provinciales en 1973).
————————
Soy testigo de las complicidades ocurridas en 1973.
El 9 de junio se hizo un acto en José León Suárez
conmemorando los fusilamientos de diversos militantes peronistas ocurridos en
un basural de esa localidad en 1955, por la dictadura militar que había
derrocado a Perón. Durante la ceremonia hubo un fuerte enfrentamiento a tiros
entre grupos peronistas antagónicos. Por un lado, los sectores revolucionarios
nucleados alrededor de los Montoneros, y por otro diversos grupos de derecha y
agrupaciones sindicales. El enfrentamiento dejó un muerto y algunos heridos,
todos de la derecha peronista. El tiroteo fue provocado por una razón trivial
no premeditada.
Lo sé porque yo fui quién lo detonó.
Como es habitual, después el evento adquirió aires de
conspiración, pero mi intención fue simplemente rescatar a una compañera que me
recordaba a Mónica Vitti —de quién me apasioné en los años 60, cuando miré las
películas de Antonioni— que pasando por donde no debía fue rodeada por cuatro o
cinco militantes de la derecha. Ellos la estaban molestando.
Pienso ahora que no debía ser nada que no pudiera resolverse
de otra manera, pero en aquel momento no dudé, me les fui encima y los
amedrenté mostrándoles el revolver 38 que llevaba en la cintura. El recuerdo de
mi vieja pasión se salvó, pero yo había pisado el hormiguero. De repente la
calle se llenó de militantes armados de ambos grupos. No fui yo quien inició el
tiroteo, pero respondí inmediatamente a la primera bala y en pocos segundos se
generalizó. Lo demás es historia.
A pesar de las pocas bajas, en comparación con lo que estaba
por venir, el evento ganó importancia por ser el acto inaugural de la violencia
política en el período democrático iniciado el 25 de mayo de 1973. Demostró que
las armas seguían engatilladas, que era fácil llevar al nivel militar la
confrontación política que existía en el gobierno peronista, en donde los
Montoneros dividían puestos e influencias con los sindicatos y la derecha. Esta
confrontación parecía enseñar que la violencia era una forma de romper el
impase en la ausencia de Perón, que aún no había regresado al país de forma
permanente.
A los Montoneros les gustó el resultado de la confrontación,
pero no imaginaron que habría una reacción tán rápida.
Días más tarde, el 20 de junio, Perón regresaba al país y se
esperaba que hablara en un enorme palco erigido en Ezeiza, cerca del
aeropuerto. Los Montoneros comparecieron con una gran cantidad de militantes de
todas partes del país, pero al llegar con sus carteles cerca del palco fueron
recibidos a tiros. Todavía no hay una lista de bajas de este enfrentamiento,
los cálculos estimados son de ochenta muertos y cuatrocientos heridos, la
mayoría del lado de los Montoneros.
A nivel personal, José León Suárez me dejó un legado difícil
de evaluar. Por el lado de las ganancias, ascendí dos grados en la jerarquía de
los Montoneros, de aspirante fui directamente a oficial primero. Por el lado de
las pérdidas, el día siguiente al tiroteo mi foto ilustraba una nota en un
diario de gran circulación. Yo aparecía con la pistola en la mano, el subtítulo
me acusaba de ser el asesino. El diario pasó la foto a la policía de la
Provincia de Buenos Aires y a varios grupos de derecha y del sindicalismo
peronista que juraron vengarse. Eso no me preocupó tanto como la posibilidad de
que mi foto fuera identificada por terceros y los diarios publicasen mi nombre;
con el tiempo descubrí que no habían sido pocos los amigos que me
identificaron. Estaba afligido por mis padres, recién había salido de la cárcel
y pensarían que ya estaba complicado nuevamente.
Pero el subjefe de la policía, por casualidad uno de los
pocos sobrevivientes de los fusilamientos de José León Suárez, también era
Montonero. Nos encontramos y me
dijo para no preocuparme: él se había encargado de hacer
desaparecer a toda la investigación policial, incluyendo las fotos. No volví a
verlo; la Triple A lo mató un
año más tarde.
Nadie fue procesado por los acontecimientos del 9 de junio
de 1973, prueba pequeña pero convincente de la complicidad que existía en la
época entre algunos sectores del Estado y las guerrillas peronistas,
especialmente con los Montoneros.
Testamento: 1.2 Terrorismo, Guerrilla y Revolución (segunda
parte)
Héctor Ricardo Leis
Jul 19, 2012
Es falso afirmar la existencia de un “terrorismo de Estado”,
como si fuera una entidad pura y separada del resto de la sociedad, tal como
pretenden las organizaciones de derechos humanos y el gobierno de los Kirchner.
Un terrorismo no es más o menos terrorista en función de su origen, sino de su
contribución a la dinámica de terror dentro de una comunidad política.
Si un movimiento terrorista, venga de donde venga, pretende
exterminar a un grupo aislado e indefenso, ya sea nacional, étnico, racial,
religioso, cultural o identitario —como, por ejemplo, armenios, bosnios,
tutsis, gitanos, homosexuales, indígenas, judíos, musulmanes, cristianos, etc.—
eso constituye el peor terrorismo imaginable, lo que el derecho internacional
llama un crimen contra la humanidad.
Sin embargo, el terrorismo ejercido en un contexto de guerra
o de conflicto por el poder entre grupos armados (de manera regular o
irregular), no constituye un crimen contra la “humanidad” —a pesar de lo que
digan los juristas— sino contra el colectivo en el que se insertan los
beligerantes.
En el caso argentino, tanto el terrorismo que venía del
estado como el que se practicaba
desde la sociedad civil eran ejercidos en contra de la
comunidad política argentina. Por lo tanto, a pesar de que los crímenes
individuales puedan ser diferenciados por sentencias y puniciones legales
mayores o menores, el terrorismo de los Montoneros, la Triple A y la dictadura
militar son igualmente graves, ya que contribuyeron solidariamente a una
ascensión a los extremos de la violencia.
La “humanidad”, como categoría empírica, social, religiosa o
política, no existe. Un europeo y un indio de la Amazonia tienen, en cualquier
nivel, más diferencias que
similitudes. La humanidad es sólo una convención moral que,
en todo caso, podría identificar a aquellos grupos pasivos e impotentes frente
a la violencia, pero nunca a
los que participan activamente en los conflictos armados,
como pasó en el caso argentino, donde hubo, sí, víctimas inocentes y ajenas al
conflicto, pero que no fueron el objetivo principal del terror, ni de un lado
ni del otro. Los museos “de la memoria” construidos durante el gobierno de los
Kirchner registran solamente a las víctimas de un lado, pero no del otro,
ocultando el hecho de la beligerancia compartida. Y para intentar una mejor
construcción del supuesto crimen contra la humanidad de los militares, sus
víctimas son transformadas en inocentes sin ningún tipo de identificación o
vínculo con las organizaciones guerrilleras.
En algunos casos este vínculo pudo no existir, pero cuando
existe, en nombre de los derechos humanos el gobierno está suprimiendo la
identidad revolucionaria de los “compañeros”. No le hace justicia a la
historia, ni al compañero o la compañera, que se recuerde como estudiante o
empleado a quien, por ejemplo, enfrentó a la muerte con el grado de oficial de
los Montoneros.
En resumen, la víctima es una persona, pero el terrorismo se
ejerció a través de ella en contra de su comunidad política. Aunque en menor
grado, todos aquellos que colaboraron de una u otra manera se convirtieron en
sus cómplices y, por lo tanto, también deberían ser procesados legalmente. Me
pregunto entonces, ¿cuántos deberían estar en el banquillo de los acusados por
la lucha armada estallada en los años 70 en Argentina? Ciertamente, muchos más
de los que están. Los argentinos que fueron testigos de aquella época saben que
una proporción significativa de la población, especialmente los jóvenes de la
generación de los años 60, apoyaban a la guerrilla, así como otra parte no
menos significativa, sobre todo de la generación anterior de los años 40, hacía
lo mismo con los militares.
Preguntémonos también cuál es el peor terrorismo desde el
punto de vista conceptual e histórico. ¿Es peor aquel realizado en nombre del
asalto al poder o en nombre de la defensa del Estado?
No hay ninguna legitimidad en el terrorismo al servicio del
asalto al poder en un contexto democrático, como ocurrió en el período de 1973
a 1976, durante el cual las organizaciones guerrilleras continuaron
comportándose casi de la misma manera que antes con la dictadura.
Para la guerrilla no peronista nada había cambiado con la
llegada de la democracia. Aunque la guerrilla peronista declaró una suspensión
de sus operaciones armadas, en el caso de los Montoneros la tregua fue más
aparente que real. Como vimos en José León Suárez, la violencia surgía casi
espontáneamente. Formalmente, la tregua concluiría en septiembre de 1974, pero
las ejecuciones y las grandes acciones de los Montoneros empezaron de manera
deliberada un año antes.
El terrorismo no tiene ninguna legitimidad —aun luchando
contra una dictadura— si lo que quieren sus ejecutores es hacer una revolución
para imponer nuevas reglas de juego. En este caso, como bien declaró Thomas
Hobbes, el fundador de la teoría política moderna, en su libro Leviatán (1651),
la legitimidad se logra solamente cuando el grupo revolucionario o subversivo
toma el poder, nunca antes. Esto no es reaccionarismo, sino una obviedad
histórica y constitucional: el cambio de las reglas del juego, especialmente en
un sentido revolucionario, no tiene a priori legitimidad o legalidad alguna en
ningún tipo de régimen político o ideología política. Esto vale tanto para el
Estado liberal como para el socialista, ya sean democráticos o autoritarios.
La principal obligación del Estado es defender su existencia
con los medios a su alcance.
Como afirma Hegel en su Filosofía del Derecho (1821), el
Estado, aunque imperfecto en su realización particular, sigue siendo la
institución superior de la historia humana civilizada.
El terrorismo contra el Estado es extremadamente peligroso
porque fomenta fuerzas anti-estatales en su seno que lo degradan rápidamenten en
la dirección de la barbarie.
Paradójicamente, la única alternativa que resta a los grupos
subversivos y terroristas de izquierda para ganar legitimidad, antes de la toma
del poder, viene de la mano del liberalismo que ellos tanto desprecian. John
Locke, fundador reconocido de esa corriente y cuyas ideas fundamentan las concepciones
de derechos humanos y democracia moderna desde el siglo 17, justifica
claramente la revuelta de los ciudadanos contra el abuso de poder de los gobernantes.
En el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (1690), Locke afirma que los
hombres tienen derechos naturales antes de la existencia del Estado, lo que
hace posible la rebelión cuando ellos le son negados, a fin
de recuperarlos. Dicho de otro modo: la revolución solamente es legítima para
restaurar los derechos perdidos, no para imponer nuevos derechos u
obligaciones.
Volviendo al caso argentino, la legitimidad de la lucha
armada se agotó el 25 de mayo de 1973, en el momento en el que todos los presos
políticos fueron liberados, después de que el general Lanusse le hubiera
entregado el mando presidencial a Cámpora, un presidente civil elegido en elecciones
limpias, aceptadas por todos los partidos después de casi veinte años de
proscripciones.
A partir de ahí la ilegitimidad de los grupos guerrilleros
fue total. Fueron ellos los primeros a llevar el terror a la nueva democracia,
un terror que fue respondido enseguida y de la misma forma por la Triple A,
apoyada por el gobierno. Estos terrores generaron el estado
de anarquía que justificaría el golpe militar de 1976, una
intervención que fue deseada por los Montoneros y otras organizaciones,
imaginando que la salida del gobierno constitucional traería al campo
revolucionario un mayor número de fuerzas.
La dictadura militar instalada en 1976 decidió avanzar con
ímpetu asesino contra
aquellos que habían asumido la lucha revolucionaria, pero la
legitimidad acumulada por la guerrilla en la lucha contra la dictadura militar
anterior, había desaparecido por completo debido a su lucha contra el régimen
democrático constituido en 1973. Por lo tanto, la lucha guerrillera contra la
nueva dictadura militar no fue solamente suicida, sino también ilegítima. Y a
pesar de haber sido demoníaca e ilegal, a pesar de haber llegado a extremos a
los cuales la guerrilla nunca llegaría, la lucha de la dictadura contra la
subversión fue legítima. Este juicio no es una mera opinión: por detrás está la
tradición política y democrática occidental.
La Argentina de esos años no tuvo combatientes, ni héroes.
La lucha convirtió a todos en víctimas y victimarios recíprocos. Hubo más
víctimas en un lado que en otro, pocos inocentes y muchos culpables. Sin
embargo, hubo sentencias solamente para los de un lado.
La generación de los años 60 desafió la omnipotencia de
Perón y de las fuerzas armadas. Pero la tragedia que provocó no era resultado
de cualquier desafío. Perón, que sabía calificar a sus adversarios, los llamó
“imberbes” cuando expulsó a los militantes Montoneros de la Plaza de Mayo en
1974. Perón siempre supo de la relevancia de
distintas generaciones en la historia política; al llamarlos
de imberbes los encuadró deliberadamente en este contexto. Cuando estos
“apurados” —otra de las caracterizaciones de Perón— un año antes le habían
tirado el cadáver de Rucci, el viejo líder supo de inmediato que ellos deseaban
su muerte. Querían ocupar su lugar.
————————
En el mismo día en el que nacía mi hija, el martes 4 de
septiembre de 1973, yo estaba participando de un encuentro regional de los
Montoneros en el nivel de conducción
de columnas. Era en la ciudad de La Plata, en un parque
infantil estatal llamado Ciudad de los Niños, controlado entonces por los
Montoneros. Tal vez por la influencia astral de ese nacimiento, fue un día de
suerte para mí.
El encuentro era para discutir un documento elaborado por la
conducción nacional de Montoneros, que justificaba las posiciones de derecha de
Perón en función de un supuesto “cerco” creado a su alrededor, un cerco que le
impedía tener contacto directo con el pueblo, o sea con nosotros. La principal
línea de acción para romper dicho cerco y atraer al líder para nuestro lado era
“tirarle algunos muertos”, según la frase de un miembro de conducción de
columna, que debía estar repitiendo lo que escuchara antes en un nivel
superior. O, como tradujo alguien que estaba al lado mío, “Perón tiene que
saber que podemos matar a cualquiera.”
Nunca me olvidaré de las expresiones en las caras de algunos
de estos compañeros, hablaban de matar con una facilidad que parecía forzada.
Matar para hacer justicia
era algo que yo aceptaba, pero matar para convencer a Perón
de que nosotros éramos los buenos y ellos los malos me parecía un delirio. Me
di cuenta entonces de que la
mayoría de los que estaban en la reunión eran más jóvenes
que yo, sin mucha experiencia política anterior a su ingreso a los Montoneros.
Confieso que en la época mi juicio no era moral, hacía
tiempo que ya no sabía lo que era eso. El error me parecía gravísimo, pero
solamente en el campo político. De todos modos, mi suerte fue haber dicho
públicamente lo que pensaba: por cuenta de mis críticas sería rebajado en dos
grados, poniéndome así en un segundo plano del festival de muertes que se venía
(en Montoneros se ganaba el ascenso por acción militar y el descenso por acción
discursiva, los grados que gané a los tiros en José León Suárez los perdí
hablando cinco minutos en la Ciudad de los Niños).
Hoy sé que la conducción de los Montoneros no sabía hacer
política, sólo sabía usar la violencia con fines políticos, que es la mejor
definición de terrorismo que existe. Cuando las armas sustituyen a la política
quedan a la vista el terrorismo y las inconsistencias programáticas.
¿Cómo era posible imaginar que, después de tener como
objetivo máximo el retorno de Perón al país, los Montoneros quisieran hablar
con él del mismo modo que con los militares de la dictadura, por medio de las
armas?
Todavía me acuerdo de mi intervención, pocos estuvieron de
acuerdo conmigo. Dije que si realmente queríamos heredar de Perón el movimiento
peronista, tendríamos de quedarnos quietos, en lugar de atacarlo, dejando que
las masas hicieran su experiencia crítica para entonces respaldarlas. Eran las
masas quienes tenían el derecho de criticar primero a Perón después de tantos
años de espera, hacer lo contrario seria faltarles el respeto. Pero había algo
más que inexperiencia política en la conducción de los Montoneros. En ese
momento, la conducción ya estaba planeando la ejecución de Rucci. Más que
abriendo un debate nos estaban informando lo que venía después, tratando de
determinar cuáles eran los oficiales fieles a su línea. Años más tarde me
preguntaría quién estaba más cercado, si Perón o la conducción nacional, en
función de su absoluto centralismo y autoritarismo organizativo.
Testamento: 2. Generaciones
Héctor Ricardo Leis
Aug 1, 2012
¿Quién no desea la muerte de su padre?
–¿Está usted en su juicio? –exclamó el presidente (del
tribunal).
–Sí, estoy en mi juicio, un juicio vil como el de ustedes, y
como el de todos esos…papanatas.
Se había vuelto hacia el público al decir esto. Irritado y
despectivo, añadió:
–A lo mejor, han matado a sus padres, y ahora se fingen
aterrados y se miran unos a otros haciendo aspavientos. ¡Farsantes! Todos
desean la muerte de sus padres. Los reptiles se devoran unos a otros…Fedor
Dostoiewski (1821–1881)
Atentar contra la vida de los militares parecía una cosa
natural para los Montoneros; después de todo se trataba de peronistas que se
atrevían a matar a los amigos de Perón. Los oficiales superiores de las Fuerzas
Armadas vivieron con miedo el surgimiento de los guerrilleros en el espejo
mágico de las generaciones. Reconocían en ellos las caras de sus hijos. El
terror les confirmó que no eran los hijos deseados, eran hijos que querían
matarlos y ocupar sus lugares. Fuimos aprendices de parricidas. Si admitimos
eso quizás los militares se animen a admitir también su barbarie, atroz y
demoníaca — no por haber sido hecha desde el Estado, sino porque les permitió
satisfacer plenamente su deseo filicida.
A quien dude de la realidad de estas metáforas
generacionales le sugiero pensar en Sergio Schoklender y Hebe de Bonafini. Ni
Dostoiewski podría haber imaginado que el mayor parricida de la historia
criminal argentina sería adoptado públicamente por la más notable madre de la
historia política del país, la presidenta de las Madres de Plaza de Mayo,
entidad icónica en la defensa de los derechos humanos en los años 70. Entre
Sergio —que mató a sus padres en forma violenta, cumpliendo después una severa
condena por su crimen— y Hebe —que perdió dos hijos en manos de los militares—
existió un amor declarado de madre e hijo durante varios años, que acabó
sorpresivamente en 2011 cuando el hijo adoptivo, acusado de enriquecimiento
ilícito, lavado de dinero, desvío de recursos públicos y asociación ilícita,
apuntó a su madre adoptiva como responsable de todo.
El conflicto que asoló a los argentinos y degradó sus
instituciones se debe a múltiples factores, la mayoría bastante conocidos. Pero
existe uno cuya importancia resulta difícil de percibir, debido a los
preconceptos reduccionistas que en el Siglo XX invadieron primero a las
ciencias sociales y después el sentido común de los ciudadanos. Dicho factor
permite entender mejor el comportamiento extremadamente bárbaro de algunos
actores en los años ’70, problema que aun hoy resiste a una explicación
convincente. No ayuda a captar las motivaciones racionales, ni las causas
materiales de la dinámica política argentina de aquellos años, pero puede
ayudar a entender la subjetividad de los actores, en especial sus motivaciones
inconscientes y su traducción en sentimientos y emociones negativas.
Sabemos que explicar objetivamente comportamientos crueles
en la vida pública es una de las tareas más complejas del análisis. Hombres y
mujeres con un comportamiento normal y respetuoso en su vida privada, bajo
ciertas condiciones pueden transformarse en monstruos.
Hannah Arendt se refirió a la “banalidad del mal” para
explicar el comportamiento de
Eichmann, el jefe de Auschwitz que después de la guerra
encontró refugio en la Argentina de Perón. Por los testimonios de los
sobrevivientes de los campos de concentración nazis y comunistas sabemos que la
barbarie crece en proporción directa a la negación del otro, a la incapacidad
para aceptar y entender los valores y motivaciones del otro. ¿Pero que podría
existir entre los argentinos que los aproximara a eso?
Las ideologías políticas eran antagónicas y sus aristas
totalitarias bien podrían explicar las atrocidades cometidas, pero existía un
plus que aumentaba los resentimientos acumulados por las ideologías, la lucha
de clases y el pasado violento del país. Ese plus pocas veces se presentó con
la nitidez que tuvo en la Argentina de los 70, un país que no tenía los
problemas raciales, étnicos o religiosos de la mayoría de los países de la
región.
Lo que arreció los conflictos fue la existencia de una
tremenda lucha generacional con reverberaciones en el inconsciente de los
individuos. Ese contexto hizo que la lucha armada transformase a los individuos
en personajes de una tragedia.
En Homo Sacer, Giorgio Agamben afirma: “Durante mucho tiempo
uno de los privilegios característicos del poder soberano fue el derecho de
vida y muerte.” Esta afirmación de Foucault al final de La Voluntad de saber
suena perfectamente trivial; pero la primera vez que en la historia del derecho
nos encontramos con la expresión “derecho de vida y de muerte”, es en la
fórmula vitae necisque potestas, que no designa en modo alguno el poder
soberano, sino la potestad incondicionada del pater sobre los hijos varones.
(…) la vitae
necisque potestas recae sobre todo ciudadano varón libre en
el momento de su nacimiento y parece así definir el modelo mismo del poder
político en general. No la simple vida natural, sino la vida expuesta a la
muerte (la nuda vida o vida sagrada) es el elemento político originario.
Mi generación fue llevada a creer que los militares eran los
padres de la Patria. Y lo eran de verdad: cuando festejé mi 40ª aniversario la
Argentina había vivido durante 30 años bajo el mando de presidentes de
extracción militar. La guerrilla desafió ese supuesto, en el cual los militares
creían más que nadie. Cuando el terror los amenazó, la ceguera se transformó en
resentimiento y delirio. Al contrario de los militares golpistas anteriores,
que traían en sus mochilas proyectos relativamente estructurados para gobernar
el país, los que acompañaron a Videla en 1976 subordinaron todo a la venganza;
eran animales heridos dispuestos a exterminar sin piedad a aquellos que los
habían desafiado en su propio territorio existencial, el de la violencia de las
armas.
Ni siquiera después de derrotar a la guerrilla consiguieron
esos militares refrenar su pulsión de muerte, e intentaron una guerra contra
Chile en 1978 –abortada por la mediación papal– y otra contra Inglaterra, por
las Islas Malvinas/Falklands, que llevaron hasta las últimas consecuencias en
1982 pero cuyos planes de acción habían sido diseñados por la Marina en 1978.
Parte en los años 60, pero sobre todo en los 70, los
argentinos asistieron a la lucha sin tregua entre la vanguardia guerrillera de
una generación más nueva y la retaguardia militar de otra generación anterior,
con la edad de sus padres. Los jóvenes ansiaban el poder para realizar sus
objetivos, con un espíritu tan intelectual y libertario como autoritario y
narcisista, dispuestos a hacer lo que fuese necesario, incluso matar. Los
viejos defendían el poder con un espíritu autoritario y ciego, sabían que no
podían ser derrotados militarmente.
En el límite, sus
pulsiones inconscientes les daban una potestad ancestral e incondicionada sobre
sus desafiantes. En los años 60 hubo generales que más que matar querían
entender lo que ocurría, el límite no había sido alcanzado.
Pero en los 70 la realidad fue otra, y también otros los
generales.
————————
Héctor Jouvé, uno de los tenientes de la fracasada tentativa
del Ejército Guerrillero del Pueblo –guerrilla rural guevarista que actuó en el
noroeste de Argentina, a mediados de los 60, durante el gobierno democrático de
Illía– dio una entrevista reveladora del espíritu militar de la represión en
aquel momento, cuatro décadas después de los acontecimientos.
La entrevista se hizo famosa por haber provocado un extenso
debate intelectual en la Argentina sobre el derecho de matar, a propósito del
fusilamiento por motivos
banales de dos guerrilleros por la conducción del grupo.
Interesa aquí destacar otro aspecto, quizás de menor
dramaticidad, pero de alta intensidad heurística si lo ponemos en perspectiva
histórica. La entrevista permite afirmar que en 1964 existían militares
preocupados por los peligros de un futuro golpeado por la lucha armada
revolucionaria, cuyo sentido último se les escapaba
confusamente. La entrevista muestra que no todos eran iguales a los militares
que acompañaron a la dictadura de Videla.
Jouvé relata que después de su detención se encuentra con el
general Julio Alsogaray, comandante de las fuerzas militares que lo derrotaron
(y que seria más tarde Comandante en Jefe del Ejército).
“¿Y cómo estás?” me dice el General. Yo estaba azul, no
había piel que no tuviera un color azul, violeta. “No quiero saber nada de las
actividades –me dice–, no me interesa eso. Usted, Jouvé, tiene un perfil muy
parecido al de mis hijos. Hemos hablado con sus profesores de la secundaria, y
sabemos que usted era muy buen alumno, muy buena persona, que terminó el
bachillerato a los 16 años. Fuimos a la universidad, también sabemos que hizo
una carrera impresionante hasta que entró al servicio militar y ahí paró, que
su papá era un tipo muy respetado en su pueblo, un tipo recto, laburante, muy
estimado, honesto. No me diga que esto es porque su mamá lava ropa”.
No, no es por eso –le digo–, no es por ninguna de esas
cosas.
“Bueno – me dice – pero a mí me interesa saber por qué entró
a la guerrilla, porque mi hijo se parece mucho a usted.”
El montonero Juan Carlos Alsogaray, hijo del este General,
murió luego en un enfrentamiento con el ejército, en 1976, a los 29 años de
edad.
————————
No pretendo reducir las muertes y desapariciones de los 70 a
una lucha generacional. Pero una cosa es cierta: la represión de la dictadura
militar de Videla, aun siendo espantosa, tuvo un método; su violencia fue cruel
y excesiva pero no indiscriminada, algo que se ve claramente ejemplificado en
el hecho de que las guerrilleras embarazadas no eran ejecutadas antes del
parto, para entregar después a sus bebés en adopción clandestina. No ocurrió lo
mismo en otras experiencias históricas de exterminio. Los nazis, por ejemplo,
mataban sin distinciones de este tipo. La acción de los militares argentinos
tenía la originalidad de las locuras sagradas. Ellos creían que estaban
condenadas las almas de sus “hijos”, pero no las de sus “nietos”. Frente a
hechos como estos, me parece insustentable la hipótesis de que todos los
militares hayan sido personas intrínsecamente enfermas y malvadas, como supone
el sentido común vigente. De ambos lados beligerantes se cometieron crímenes
que deben ser juzgados y castigados de acuerdo con la ley, pero sus autores no
eran todos necesariamente criminales patológicos, aunque sin duda existió un
pequeño grupo con trastornos severos de conducta.
Si la violencia hubiera sido resultado de una patología,
deberíamos concluir que fue bastante contagiosa, ya que afectó a buena parte de
la población argentina, que apoyó selectivamente la insensatez que venía de uno
y otro lado, para finalmente apoyar mancomunadamente y sin distinción de credo
la no menos insensata Guerra de las
Malvinas/Falklands.
Si existe alguna patología, ella se encuentra en la
particular combinación de imaginarios políticos fundamentalistas y
resentimientos históricos de los actores que, en un momento particular de su
dinámica, usaron ingenuamente el terror, desafiando no sólo a personas e
instituciones sino a arquetipos del inconsciente colectivo. Ni las ideologías,
ni las pasiones, explicarían por si mismas el grado de las atrocidades que
sucedieron.
A pesar del tradicional individualismo y narcisismo de los
argentinos, las principales motivaciones de sus tragedias no son tanto de orden
individual, como colectivo. Las responsabilidades por los acontecimientos
también. Tanto en las fuerzas armadas como en las guerrillas hubo hombres
buenos que dejaron de serlo en determinado momento. Y eso no puede ser
explicado por patologías preexistentes.
Los reduccionismos imperantes en el debate público sobre los
derechos humanos, derivados principalmente del sociologismo y del juridicismo,
no nos ayudan a entender el problema.
El primero impide la consideración de cualquier factor
socio-biológico o psicológico en el análisis de la dinámica política; el
segundo obtura la percepción de las responsabilidades e intencionalidades
colectivas, priorizando la justicia en el plano individual a la necesidad
superior de reparar el daño producido a la comunidad política como tal.
La necesidad de un abordaje interdisciplinario que incluya
al conjunto de los aspectos afectados por los fenómenos políticos está presente
en la mayoría de los pensadores clásicos, desde Aristóteles y San Agustín,
hasta Montesquieu, Tocqueville y Max Weber, entre otros. Pero en las ciencias
sociales contemporáneas casi no existen rastros de categorías que engloben
interdisciplinarmente a múltiples factores. Ni clase social, ni partido
político, ni movimiento social, ni cualquier otra del vocabulario dominante
favorecen esa operación. Para peor, cuando aparece alguna categoría más
interesante, es rápidamente difamada y excluida por el establishment académico,
que acompaña las modas teóricas con la misma perdida de conciencia con la que
la población acompaña las modas.
No sorprende entonces que el concepto de generación, uno de
los pocos que permite al campo de la política un análisis más complejo e
interdisciplinar, se encuentre ausente de la literatura.
Aclaro que los factores biológicos no se reducen al ADN o a
otras variantes del mapa genético de las personas. La investigación científica
comprueba hoy también aquello que se sabía desde los tiempos antiguos: que las
diferencias de orden biológico (hormonales, en particular, pero no
exclusivamente), vivencial y cultural entre un joven de 20 años y un adulto de
50 explican una parte esencial de sus diferencias en el comportamiento.
Precisamente, el conjunto de esas diferencias constituye a
cada generación, en contraste con las anteriores. La dinámica de las mismas
trae a luz elementos que completan a los saberes disciplinares en la busca de
la verdad histórica.
Cualquiera que afirme que los argentinos no se aman como
comunidad corre el riesgo de ser acusado de traidor a la Patria, sin que nadie
se detenga a pensar si existe algo de verdad en eso. Es una pena, la verdad no
debería ser acusada de traición.
Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, fue quizás el primero
en relacionar lo que hoy conocemos como factores psicológicos, biológicos,
sociológicos y políticos. Él utilizó el concepto de philia (amor, amistad) para
referirse a lo que cimenta la comunidad política. En este sentido, la Argentina
es un país extremo, son pocas las comunidades políticas donde la philia se
encuentra más ausente. Esta no es una percepción intuitiva sino un hecho.
Cualquier observador neutral puede comprobar fácilmente dos
cosas: la primera, que la distinción de amigo-enemigo atraviesa prácticamente
cada nano-milímetro de la vida pública y privada; la segunda, que los actores
orientan su acción enfatizando mucho más el lado “enemigo” que el “amigo”. El
conflicto de los años 70 muestra de forma dramática la ausencia de philia
expresada en el choque entre dos generaciones diferentes. Desde una perspectiva
civilizatoria, lo peor de la historia argentina de las últimas décadas no fue la
catástrofe de los años 70 sino el hecho de que la amplia
mayoría de los ciudadanos pasó por ella sin comprender su sentido profundo,
permitiendo así que el viento del destino pueda alimentar nuevos incendios con
sus cenizas nunca apagadas.
No es común que las generaciones dejen un registro claro de
su paso, para mal o para bien.
La historia sigue simultáneamente líneas de continuidad y de
ruptura; siempre que prevalece más el segundo aspecto hay por detrás una
generación más claramente definida, en un sentido fuerte. Argentina tuvo varias
generaciones reconocidas públicamente. Las más notables fueron las del siglo
19: la generación del 37, de Echeverría, Sarmiento y Alberdi; y la del 80, de
Julio A. Roca. No entiendo las generaciones como cronologías regulares en un
mundo continuo, sino como momentos de discontinuidad histórica en los cuales
los individuos ganan una nueva identidad que les permite su protagonismo en la
esfera pública. Valoro la importancia dada a este concepto por Ortega y Gasset,
a pesar de no compartir su énfasis como eje interpretativo general de la
historia.
Pienso que el concepto de generación se usa habitualmente
sin observar que en el plano empírico puede tener un sentido fuerte o débil. En
un sentido débil la generación recorta (con algún grado de arbitrariedad) al
conjunto de personas que comenzaron a vivir su vida adulta en determinada
década, por ejemplo, en los años 60 o 70. Pero en un sentido fuerte se debe
reconocer que existió una generación en los años 60, pero no en los 70. La
generación de los 60 representa una condensación de nuevos valores, paradigmas
y subjetividades que tuvieron fuerte influencia en la vida política, social y
cultural del país, de ahí para adelante. No existe una generación propiamente
dicha si sus integrantes no dejan una marca original en la historia. Existe una
generación cuando un grupo humano, de edad próxima ente sí, define un antes y
un después de forma innegable. Por eso, en ese sentido fuerte, no existió
generación de los 70, la de los 60 colonizó esa década, así como las
siguientes, infelizmente.
Esa colonización es la que abre las puertas para la
posibilidad de transformar la tragedia en farsa.
La pretensión de repetir la historia por parte de quienes
asientan su experiencia sobre bases ajenas engendra frutos espurios, que
comparados con los anteriores se transforman en farsa.
Es el caso de los gobiernos Kirchneristas, que adoptaron
valores y objetivos de la generación del 60 con escaso realismo y sin ninguna
autenticidad (recordemos que Néstor Kirchner nació en 1950 y Cristina Kirchner
en 1953, ambos pertenecen a la “generación” del 70, la mayoría de sus
militantes son más jóvenes todavía.)
En la guerra revolucionaria/contra–revolucionaria que
comenzó en los años 60 y tuvo su apogeo en los 70 se enfrentaron dos
generaciones, la del 40 y la del 60. La última era la que poseía un sentido más
fuerte. En esa casi guerra civil las victorias y derrotas pasarían de mano
varias veces. La generación más fuerte sería derrotada militarmente por la más
débil, que en ese campo era la más fuerte, pero la historia derrotaría a ambas.
Habitualmente se reconoce como miembros de determinada
generación a aquellos nacidos aproximadamente veinte años antes. La generación
comienza entonces cuando los jóvenes están en condiciones de asumir sus
obligaciones sociales, políticas, culturales y económicas, nutriéndose del
ambiente en que actúan. Así, la generación del 60 nació aproximadamente de 1940
para adelante. Yo pertenezco a esa generación, nací en 1943. Es el caso también
de los líderes guerrilleros, cuya media de nacimientos se sitúa en 1942.
Mi generación combatió a otra más vieja, nacida a partir de
1920 y madurada en los años 40. La generación de los 60 en Argentina fue
construida por un espíritu del tiempo revolucionario, aventurero y
vanguardista. La generación de los 40 se nutrió, en cambio, de las ideologías y
lamentos de la Segunda Guerra Mundial, dividiendo sus simpatías entre el
nazismo, el comunismo y el liberalismo. Por causa de esa heterogeneidad los
nacidos alrededor de los años 20 no ganarían el derecho de ser reconocidos como
parte de una generación en el sentido fuerte. Sin embargo, en los años 60 y 70,
frente a la amenaza revolucionaria, las elites militares condensaron las
diferencias de origen de su generación dentro de una visión
burocrático-autoritaria cargada de elementos mítico-religiosos. La generación
que no supo tener una identidad definida en los 40 alcanzó ese triste derecho
apoyando a los militares en los 70. Aunque por otros caminos, la astucia de la
razón preparó también un triste destino para la generación revolucionaria de
los 60. Sin la más mínima autocrítica, varias décadas después de su
catastrófica gesta, numerosos militantes encontraron la realización de sus
anhelos en las políticas populistas de los gobiernos Kirchner – aprovechando,
de paso, la oportunidad para ocupar cargos públicos.
————————
Los nombres y años de nacimiento de los principales líderes
guerrilleros, siguiendo un orden cronológico aproximada de su aparición en el
escenario público: El Kadri (1941), Santucho (1936), Gorriarán Merlo (1941),
Olmedo (1943), Quieto (1938), Abal Medina (1947), Firmenich (1948), Galimberti
(1947). La muestra revela cohesión generacional, en la medida en que los
extremos (1936–1948) se sitúan bastante próximos de la media (1942). Obsérvese
que esto no fue necesariamente así en otros países de América Latina.
En Brasil, por ejemplo, la cuestión generacional no fue un
factor tan relevante. En contraste con Argentina, Brasil tuvo líderes
extremamente importantes, como Marighela (1911), inspirador de la guerrilla
urbana en el Brasil y todo el continente, y Amazonas (1912), dirigente máximo
del partido comunista pro-chino, responsable por la principal guerrilla rural.
Ambos lideres revolucionarios eran de la misma generación que sus enemigos,
como el político Lacerda (1914) y la sucesión de generales que serían
presidentes de la dictadura militar: Castelo Branco (1897), Costa e Silva
(1899), Medici (1905), Geisel (1907), Figueiredo (1918).
Marighela y Amazonas nacieron apenas cuatro o cinco años
después de la media de sus enemigos (1907).
Volviendo a la
Argentina, siguiendo también un orden cronológico, los lideres militares,
políticos y sindicales más destacados que la guerrilla enfrentó fueron: Onganía
(1914), Vandor (1923), Levingston (1920), Lorenzo Miguel (1927), Lanusse
(1918), Lopez Rega (1916), Isabel Peron (1931), Videla (1925), Massera (1925).
Esos líderes mostraban una relativa cohesión en torno de la media (1922), pero
de cualquier forma representaban una generación débil, que ni se acercaba a la
homogeneidad en torno de grandes valores y objetivos que tuvo la generación del
60. Esos líderes ocupaban un lugar que había sido disputado violentamente
también en el interior de su generación – a título de ejemplo puede mencionarse
que en las filas de la generación del 40 se inscriben también figuras como Eva
Perón y el Che Guevara, nacidos en 1919 y 1928 respectivamente, ambos a escasa
distancia de la media de los líderes antes citados.
Testamento: 3. Líderes
Héctor Ricardo Leis
Aug 6, 2012
“La libertad exige el vacío para manifestarse; lo exige y
sucumbe a él. La condición que la determina es la misma que la anula. Ella
carece de bases: cuánto más completa sea, más vacilará, pues todo la amenaza,
hasta el principio del cual emana. El hombre es tan poco hecho para soportar la
libertad, o para merecerla, que aún los beneficios que recibe de ella lo
trituran, y ella termina siéndole tan penosa que a los excesos que provoca él
prefiere los del terror.” Emil Cioran (1911-1995)
La historia militar argentina esta atravesada por conflictos
e ideologías de tipo político. Únicamente un prejuicio maniqueísta podría
equiparar a generales como Perón, Lanusse y Videla. Los tres fueron generales
del Ejército Argentino —por lo tanto, golpistas— pero en todo lo demás eran
diferentes.
El primero fue un golpista contra un gobierno constitucional
en 1943, en un contexto pro-fascista, y tenía un gran carisma que utilizó de
manera populista hasta el fin. El segundo fue un antiperonista visceral,
golpista reincidente contra gobiernos civiles y militares, pero de ideología
liberal y con suficiente convicción republicana como para organizar elecciones
libres que lo obligarían a entregarle la banda presidencial al peronista
Cámpora en 1973. Su republicanismo no se limitó a eso; también lo llevó a
criticar, en varias ocasiones, la dictadura de Videla. En 1976, cuando
empezaban las desapariciones, en Argentina circuló el rumor de que Lanusse se
había encontrado con Videla para manifestarle su oposición a los
acontecimientos, de la siguiente manera: “Basta de secuestros, general;
prisiones, pero no secuestros”. Esta conversación fue confirmada más tarde.
Luego de la caída de la dictadura, Lanusse declaró como testigo contra los
miembros de las juntas militares. A pesar de las ideologías de Perón y Lanusse
eran opuestas, ambos poseían algo en común que está absolutamente ausente en
Videla. Perón y Lanusse eran maquiavélicos en el buen
sentido de la palabra: eran generales políticos, tenían
noción de los límites de violencia que puede ejercer un soberano para instaurar
el orden. No eran militares que se conducían por el manual de la corporación.
Videla, en cambio, era un militar de carrera insulsa, elegido omo comandante en
jefe del ejército por Isabel Perón precisamente por eso, por tener un legajo
“limpio” de acuerdo con el manual. Isabel no debía saber que Videla también era
un fundamentalista, que se sentiría con derecho a hacer cualquier cosa en la
cumbre del poder: secuestrar, torturar, matar, hacer desaparecer a los
cadáveres y después mentirle a los familiares y a la sociedad sobre esos
crímenes.
Perón y Lanusse fueron grandes generales; tenían una visión
del mundo y usaron el ejército para hacer política de acuerdo con sus recursos
y circunstancias generacionales, nunca confundieron a la política con otra
cosa. Videla fue un general mediocre que se dejó llevar por las circunstancias
degradantes que lo rodeaban.
Por eso mismo sería una injusticia transformarlo, junto al
resto de sus comparsas, en los únicos responsables de la tragedia, como
pretende la memoria histórica construida en Argentina. Los militares que de los
70 eran parte de una estructura de liderazgo del país que hacía agua por todos
los lados, no apenas el militar.
Entender la degradación de las elites argentinas en los años
70 es un dato imprescindible para explicar la tragedia que ocurrió. Las fuerzas
en choque estaban conducidas por elites que eran mediocres, además de
inmorales. Cada uno en su terreno y con los medios disponibles, las
conducciones de las Fuerzas Armadas y de los Montoneros excluyeron
prácticamente a la política de sus agendas para disputar mejor la carrera a
favor del terror y la muerte (si no hablo de otras organizaciones guerrilleras
es porque no milité en ellas; cada uno que ajuste cuentas con su propio
pasado).
————————
El carácter del liderazgo de los Montoneros se hizo evidente
en un programa de asesinatos que no era pensado desde la política, sino desde
el deseo, transformando el resultado de la acción en una ruleta rusa. Las
muertes eran elegidas no a partir de debates políticos o de análisis rigurosos
de la realidad, sino de un cálculo basado en el pensamiento mágico. No se
pensaba cuales podían ser los escenarios posibles como respuesta a una acción;
se imaginaba apenas cual sería el mejor y se apostaba a eso. Si la realidad no
se correspondía con esa apuesta, nadie era responsabilizado: la conducción no
podía estar equivocada.
Nunca hubo autocrítica pública por los errores estratégicos
de esta política terrorista, se creían infalibles como el Papa. Las víctimas
inocentes tampoco importaban demasiado. Muchas de ellas cayeron por estar en el
lugar equivocado o usar un uniforme particular; las cuotas mensuales de ejecución
exigidas por la conducción obligaban a veces a los combatientes a elegir sus
víctimas en la calle, simplemente porque llevaban uniforme policial, para
enterarse después —cuando los nombres aparecían en los diarios— de que algunos
de los muertos eran aliados o simpatizantes.
El potencial terrorista de los Montoneros era imposible de
prever. Existía un cálculo inconfeso de medio millón de víctimas, entre prisión
y fusilamientos— que serían necesarias luego de tomar el poder para que el
socialismo pudiera sobrevivir rodeado por un cerco de países capitalistas
subordinados al imperialismo. Un miembro de la conducción regional de los
Montoneros enunció esa cifra con total naturalidad en 1974, como respuesta a mi
pregunta sobre las primeras tareas de la revolución triunfante.
El terrorismo no se practicaba únicamente hacia afuera de la
organización; se hizo sentir también entre sus miembros. Hubo fusilamientos
“ejemplares” de compañeros por trasgresiones de consecuencias mínimas, que
respondían más a las circunstancias que al carácter de la persona.
Yo recibí orgánicamente informes de algunos de estos
“juicios sumarios”.
Lamentablemente estas ejecuciones no son hoy reivindicadas
por nadie. No me extrañaría que los mismos estén incluidos en listas de
víctimas de la dictadura.
De una crueldad y justificación todavía mas banal fueron las
“contraofensivas” lanzadas en 1979 y 1981 por los Montoneros, cuando ya estaban
derrotados. Firmenich declaró en una entrevista, alrededor de 1981, publicada
en La Habana, en una de las revistas del régimen castrista llamada Bohemia (no
me acuerdo el número), que la muerte de los compañeros que caían en las
contraofensivas era el precio a pagar para mantener viva en las masas la
presencia de los Montoneros. Comparó también a los compañeros con los
proyectiles de un arma que la organización – esto es, él – disparaba cuando
fuese necesario. La vida humana era tratada como mercancía (precio) y como
instrumento (proyectil). Para un revolucionario no podrían haber sido peores,
las metáforas. Lo cierto es que la mayoría de estos compañeros fueron
reclutados de apuro, en el exilio, y enviados a Argentina sin demasiada
preparación, con la promesa de que allá habría una estructura funcionando que
les daría soporte logístico.
Eso no era verdad. A esa altura la organización estaba
infiltrada por los servicios de inteligencia de la dictadura, interceptar a los
recién llegados sin necesidad de esforzarse mucho. Así, centenares de hombres
fueron enviados al matadero en nombre de una organización ya derrotada,
circunstancia que la conducción no podía ignorar, ya que en el segundo semestre
de 1976 los principales comandantes salieron del país como consecuencia de la
falta de condiciones para su permanencia.
Con esas contraofensivas la conducción de los Montoneros no
sólo puso en evidencia su falta de escrúpulos morales, sino también su
incapacidad política. En vez de aceptar la
derrota cuando llega —renunciando unilateralmente a
continuar la lucha armada para entonces retomar la lucha política en mejores
condiciones, sumando su voz y el aparato restante a la defensa de la vida de
los militantes secuestrados y desaparecidos, así como al cuidado de los
sobrevivientes— insistieron ciegos y sordos en la muerte de más compañeros. No
sabían hacer política de otra forma.
Aunque hubo algunas tentativas de juicio legal, ninguno de
esos líderes fue condenado, ni siquiera por la opinión pública. Circulan
libremente disfrutando del reconocimiento por su histórica militancia de
comandantes de la muerte.
Isabel Perón, peronista que llegó a la presidencia por
decisión nada menos que de Juan Domingo Perón, también bañó sus manos en la
sangre de los argentinos, por su
apoyo e incentivo a los crímenes de la Triple A y de las
Fuerzas Armadas durante su gobierno (1974-1976). Fue ella quien dio la primera
autorización oficial para “aniquilar” a los guerrilleros. Su desempeño en el
cargo de presidente fue de una mediocridad tal que no encuentra parangón en la
historia argentina. Sin embargo, nadie la recuerda, ni la critica demasiado,
combinación perfecta para continuar disfrutando de su libertad y dinero en
España.
En algunos momentos es indispensable mencionar nombres,
aunque aclaro que estoy lejos de pretender atribuirles responsabilidades
exclusivas a unas pocas personas o instituciones. Los dirigentes que secundaban
a Videla, Firmenich e Isabel Perón en sus respectivas funciones fueron tan
mediocres e inmorales como ellos. Los vicios y defectos de los liderazgos de
aquellos años reflejaban y reproducían la historia nauseabunda de la vida
política argentina a partir de los años 30 – con la única excepción de los seis
años de
gobiernos democráticos de Frondizi (1958-1962) y de Illia
(1964-1966). Lo que se vivió en los años 70 no fue una tragedia provocada por
individuos sino por una cultura de violencia y muerte compartida entre las
principales elites y las masas. Pocos quedarían al margen de esto defendiendo
la letra de la Constitución y el Estado de Derecho.
La Iglesia Católica Argentina es otro ejemplo emblemático de
la cultura de esa época.
Existieron algunos curas que se rebelaron contra las
autoridades de la Iglesia, pero sus voces no encontraron eco en una institución
cuyas jerarquías apoyaban abiertamente la política de la dictadura.
Los relatos de los sobrevivientes de los campos de
concentración argentinos muestran que en algunos casos los capellanes
acompañaban las torturas, exorcizando al demonio como se hacía en tiempos de la
Inquisición. Cuando se le preguntaba por los desaparecidos, el arzobispo
primado de Argentina, el cardenal Aramburu, repetía lo mismo que respondía
Videla: que no existían, que “los desaparecidos vivían tranquilamente en
Europa”. Cuando volvió la democracia al país, la Iglesia pidió que los
militares fueran perdonados, sin
especificar de qué o por qué. Para sostener esta política la
jerarquía eclesiástica contó incluso con la ayuda y complicidad del Papa Juan
Pablo II, que debe haber identificado sus luchas con las de su Iglesia en
Polonia contra el comunismo soviético. El Papa era un luchador incansable por
la libertad en el mundo, pero el contexto de la Guerra Fría lo llevó a no dar
importancia al tema de los desaparecidos y a concederle al cardenal Aramburu el
record nacional de permanencia en el cargo de primado.
Descubrí más tarde que Juan Pablo II llegó a mentir para
proteger la Iglesia Argentina. Cuando visitó la Argentina en 1987, consciente
de las críticas que recibía la iglesia local por no haber asumido el tema de
los desaparecidos, el Papa declaró en un discurso público que la misma siempre
lo mantuvo informado sobre esa cuestión, y que sabía de sus esfuerzos frente a
las autoridades militares. Fue una mentira inspirada en la Guerra Fría, no era
piadosa.
Los fieles que tuvieron familiares desaparecidos durante la
dictadura saben que sus quejas y denuncias no eran atendidas, ni tampoco
transmitidas al Papa. Yo confirmé esto de una fuente directa.
Durante mi exilio en Rio de Janeiro formé parte de un comité
de exiliados. En 1979 decidimos enviar un grupo a hablar con el cardenal Don
Paulo Evaristo Arns, en San
Pablo, para tratar algunas cuestiones relativas a los
derechos humanos. Cuando nos recibió, junto al pastor Jaime Wright, pidió que
nos presentáramos. En el grupo había más argentinos, pero yo fui el primero a
presentarme. No puedo recordar ese momento sin sentir otra vez la misma
emoción: Don Paulo Evaristo Arns se me acercó y me pidió perdón por mi Iglesia.
Sorprendido le pregunte por qué. Me respondió que la Iglesia de mi país nunca
le había informado al Papa sobre la desaparición de personas, que se informaba
de ese tema exclusivamente a través de él. El cardenal franciscano no solo me
había pedido perdón, también se había confesado.
————————
A pesar de todo, el gobierno de Alfonsín (1983-1989), primer
presidente elegido democráticamente luego de la debacle militar producida por
la Guerra de las Malvinas/Falklands un año antes, demostró que la República
todavía tenía reservas morales para enfrentar la decadencia anterior. Pero esas
reservas se agotaron rápido, fueron el canto del cisne. Lo que siguió a partir
del gobierno de Menem lo demostró de manera cabal. La fiesta de la decadencia
de las elites políticas continuó a su ritmo habitual, invitando a las figuras
más oportunistas, sectoriales y mediocres disponibles para desempeñar los
papeles principales. Más allá del debate sobre el sentido del populismo, es un
dato indudable que ni Menem, ni Néstor o Cristina Kirchner, los presidentes más
populares de la democracia post-dictadura, contribuyeron a la consolidación del
Estado de Derecho. Muy por el contrario. Y eso no fue por falta de tiempo:
Menem permaneció en el cargo por dos mandatos, de 1989 a 1999, y los Kirchner
van por el tercero, de 2003 hasta la fecha (2012).
En el campo de la sociedad civil pasó lo mismo. Los
militantes de la CGT de los Argentinos fueron substituidos por los funcionarios
públicos oficialistas de La
Cámpora.
Personas de estatura moral como la de Ernesto Sábato,
presidente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP),
organismo que publicó en 1984 el relato Nunca Más sobre los crímenes de la
dictadura, pieza ejemplar de objetividad y equilibrio en el ejercicio de la
investigación de la violación de los derechos humanos y la construcción de
ciudadanía, se desvanecieron en el aire. Fueron remplazadas en el espacio
público por líderes sin densidad propia, construidos por las circunstancias. El
caso emblemático es el de Hebe de Bonafini, madre coraje que supo en tiempos
difíciles reclamar por los desaparecidos, pero cuando las luces de la
democracia la encandilaron pasó a defender el terrorismo en su país y en el
mundo. Mujer simple pero capaz de realizar lo imposible, subordinó la defensa
de los derechos humanos a las causas de varios grupos terroristas, como la FARC
de Colombia, el ETA vasco, el Hamas palestino y hasta el propio Al-Qaeda (el
atentado contra el World Trade Center fue públicamente festejado por ella).
Sospecho que si el tiempo fuera para atrás, figuras como
Máximo Kirchner y Hebe de Bonafini serian reconocidos rápidamente como “líderes
de los años 70”. Ellos no se quejarían.
El Efecto Mariposa
Héctor Ricardo Leis
Aug 19, 2012
Hace poco leí que la agrupación Vatayón controlaba
políticamente las cárceles federales, y después que el consejo universitario de
la UBA había prohibido por unanimidad a los militares de la dictadura que
estudiasen dentro de la cárcel en el Programa UBA XXII, basándose en el
paradójico argumento de que quienes violan los derechos humanos no tienen
derecho a estudiar.
Conocerán esa metáfora que ilustra la teoría del caos, que
afirma que el aletear de una mariposa en un extremo del planeta puede producir
un tifón en el otro extremo. Pues bien: esas dos historias son una comprobación
de la teoría del caos aplicada a mis propias acciones.
Siempre pensé que una de las mejores cosas que había hecho
en la vida, había sido crear condiciones propicias para que ese programa de UBA
XXII fuese posible.
Al volver a la Argentina, en 1985, fui profesor del CBC de
la UBA. Un día la coordinadora me mandó a la cárcel de Devoto para ver que
querían tres presos comunes que se habían matriculado en el CBC. Yo me mandé
para allá acompañado apenas de mis fantasmas (había estado preso en Devoto casi
un año, entre 1971-1972).
En Devoto me enteré de que los tres internos matriculados
querían ser trasladados todos los días a la universidad, con la evidente
intención de huir por el camino. Les dije que eso
dependía del juez —que por cierto no los iba a dejar salir
para estudiar— pero que lo que yo podía hacer era darles clases todas las
semanas durante el primer semestre de las dos primeras materias (Introducción
al Conocimiento Científico e Introducción al Conocimiento de la Sociedad y el
Estado).
Les comenté que haríamos eso bajo cuerda; si esperabamos una
aprobación formal de la UBA la cosa podría demorar mucho o no ocurrir nunca. La
apuesta era crear un hecho consumado (el derecho adquirido de los internos a
seguir estudiando, por causa de haber aprobado dos materias) que obligara a la
UBA a aceptar la idea. Y así fue. Les dí clases durante un semestre por mi
cuenta y sacrificio (viajaba en colectivo desde Avellaneda a Devoto). Al final
del semestre les tomé examen, aprobaron, y después otros dos profesores
firmaron el acta de examen de forma solidaria (e ilegal, ya que el reglamento
exige que en la mesa de examenes haya tres profesores presentes, y no uno, como
fue el caso).
Como esperaba, la cosa funcionó. Después de ese semestre,
aunque a regañadientes de muchos, la UBA decidió aceptar la propuesta.
Quedó claro para mí que sólo podría haberse logrado de esa
manera, ya que varias autoridades manifestaron una clara reticencia a
embarcarse en esa “aventura”.
En la época del rector Shuberoff, el decano de derecho
argumentaba que no era posible que asesinos como Schoklender se recibiesen de
abogados, y el propio rector decía que él no firmaría el diploma de un
criminal. Y hubo también profesores que se sintieron “engañados” y salieron
corriendo de UBA XXII cuando descubrieron que se habían enamorado de la
inteligencia de dos internos que, a pesar de estar como presos comunes, habían
sido informantes de los servicios de inteligencia de la dictadura.
Yo había sido profesor de esos informantes (estaban entre
mis tres primeros alumnos), así como de Schoklender y de Firmenich y de tantos
otros. Nunca pregunté ni quise saber lo que habían hecho. Fui vice-coordinador
de ese programa hasta mi regreso a Brasil en 1989.
Tanto la coordinadora del programa como yo siempre
enfrentamos esas oposiciones como preconceptos, como algo que no tenía cabida
dentro del Estado de Derecho. Nadie puede ser condenado más de una vez por el
mismo delito, ese es un principio básico del derecho en cualquier país del
mundo, y si la UBA quisiera impedir que algún condenado estudiara, lo estaría
condenando dos veces. Sin contar, además, con que si los derechos son
universales, no se puede discriminar su concesión dentro de un mismo universo
(en este caso, los internos en una cárcel).
Siempre conseguimos defender el derecho al estudio
universitario dentro de la cárcel como un derecho universal, sin distinción de
condena ni de ideología. Los derechos humanos no pueden ser atribuidos sólo a
aquellos que piensan como nosotros, eso seria hacer lo mismo que hizo la dictadura,
argumentaba yo en esa época. Y en una línea más foucaultiana agregaba que en la
cárcel no existen ideologías, existen presos. Como dije antes, siempre pensé
que mi participación en ese programa me llevaría al cielo de los justos.
Gracias a UBA XXII las prisiones federales de Argentina fueron un ejemplo a
seguir en todo el mundo.
Estaba equivocado.
No había pensado en el caos inherente a los asuntos humanos,
que pudo transformar mi intervención de 1985 a favor de los derechos humanos en
las cárceles en algo que sirvió indirectamente para que llegase a existir, casi
tres décadas despues, la agrupación de presos kirchneristas Vatayón (que según
afirman sus integrantes se escribe con V de Victoria y de Verga). Y en algún
sentido también sirvió para que la UBA manchase su historia a favor de los
derechos humanos con la exclusión de esos militares del CBC.
Testamento: 4.1 Memoria y Condición Humana
Héctor Ricardo Leis
Aug 22, 2012
La especie humana no soporta mucho la realidad.T. S. Eliot
(1888-1965)
En los años 60 y 70, la democracia no se diferenciaba mucho
de la dictadura en la cabeza de los jóvenes revolucionarios: ambas eran
igualmente “burguesas”. Sin embargo, después de la derrota política y militar
de sus fuerzas, los 80 los conducirían sin mucha reflexión hacia la democracia
y los derechos humanos.
Estos temas, lejanos de sus antiguas preocupaciones
revolucionarias, serían ahora su vía de acceso al poder. Surgió entonces un
oportuno revisionismo histórico impulsado por un
conjunto heterodoxo de ex-militantes y movimientos de
derechos humanos, primero de manera ingenua y luego con más conocimiento de
causa. Intentando darle voz al dolor de las víctimas, estos movimientos se
atribuyeron el derecho de hablar también en nombre de la verdad histórica. Las
consecuencias serían nefastas.
En particular, el rol de Madres de Plaza de Mayo, asociado
posteriormente a las estrategias políticas de los gobiernos de Néstor y
Cristina Kirchner, resultaría en una manipulación tan
brutal como exitosa de la frágil memoria de los años 70, sin
duda los más trágicos de la historia argentina del siglo XX.
Las memorias mal resueltas se traducen en resentimientos de
fuerte potencial destructivo para el futuro de la comunidad política.
Victimizando la verdad, las Madres de Plaza de Mayo y los Kirchner cometieron
un crimen imposible de castigar, pero tan violento en el plano simbólico como
el de sus acusados en el plano material.
Los militares mataban y borraban los rastros de las
personas. Aunque los movimientos de derechos humanos no hayan matado a nadie,
se mimetizaron con las intenciones de sus
antagonistas al pretender borrar los rastros de una parte de
la verdad histórica de las víctimas. La supresión del lado “oscuro” del pasado
revolucionario fue completa: en los altares de la “patria democrática” está
ahora registrado que los guerrilleros siempre lucharon contra las dictaduras
militares y en defensa de la democracia. De la misma manera, está registrado
que nunca hubo terrorismo por parte de la sociedad civil, solamente del Estado.
La construcción de esa memoria fue un trabajo fino,
facilitado por el hecho de que los militares no son tan nihilistas como los
revolucionarios, en relación a su papel en la historia.
Recordando las palabras de Arendt : los revolucionarios
“habían adquirido la habilidad de representar cualquier papel que el gran drama
de la historia les atribuyese”, los militares no.
Las atrocidades de los últimos fueron inconmensurables pero,
salvo excepciones, la fidelidad con su pasado no fue menor. La derrota obligó a
los primeros a cambiar, pero la adopción de los nuevos valores de la democracia
y los derechos humanos no sustituyó a los anteriores de la revolución, apenas
los sumó, evidenciando deshonestidad intelectual y oportunismo moral. Los
antiguos y nuevos valores son contradictorios y excluyentes, unos pertenecen al
paradigma colectivista del socialismo, los otros al individualista del liberalismo.
Los discursos actuales de los revolucionarios y los
militares que se enfrentaron en los años 70 se sostienen en la misma cuerda
floja. Los militares dicen que no hicieron lo que hicieron, los revolucionarios
dicen haber hecho otra cosa de la que hicieron. Que los dioses digan lo que es
peor.
Lo que yo sé sobre los revolucionarios es que pensábamos
nuestras acciones de acuerdo con una filosofía de la historia totalizadora que
no nos responsabilizaba por las consecuencias de nuestros actos individuales.
Paradójicamente, las amnistías políticas tienen supuestos
parecidos: ya sean referidas a acciones militares o revolucionarias, son en cualquier
caso de carácter colectivo, no afectan al individuo como tal, sino como parte
del conjunto. Pero la amnistía en vigor para los años 70 incluyó apenas a los ex-revolucionarios,
los militares quedaron afuera a pesar que ellos tenían también una filosofía de
la historia que los exculpaba.
Existe una fuerte dosis de cinismo cuando una sociedad juzga
las acciones de un bando de acuerdo con un presupuesto y a las acciones del
bando contrario de acuerdo con otro. En otras palabras: dos varas y dos medidas
son la peor receta para hacer justicia desde que nuestros ancestros salieron de
las cavernas.
Si hay amnistía debe existir para todos, si hay juicios de
responsabilidad individual deben existir igualmente para todos.
La memoria histórica que justifica la aplicación del
paradigma marxista-colectivista para disculpar a los revolucionarios y del
liberal-individualista para culpar a los militares no es inocente: es
intencionalmente perversa con la comunidad como un todo.
En el informe de la CONADEP se afirmaba: “Durante la década
del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror tanto desde la extrema
derecha como de la extrema izquierda”. Esta visión, a veces denominada “teoría
de los dos demonios”, fue ridiculizada sobre todo por la izquierda (peronista y
no peronista) por pretender igualar las responsabilidades de los actores
involucrados. Comenzaron diciendo que hubo más terror del lado de los militares
y terminaron afirmando que sólo hubo terrorismo de Estado.
No concuerdo con la teoría de los dos demonios, y mucho
menos con la de un único demonio. La CONADEP sugiere implícitamente que se
trata de demonios relativamente nuevos. Pienso, por el contrario, que los
demonios argentinos habitan y se procrean en la larga duración del tiempo
histórico, son de una jerarquía mayor. Mi hipótesis es que la nación fue
acunada en una guerra civil que se internalizó en el inconsciente colectivo,
que los argentinos se acostumbraron a vivir en estado de guerra permanente,
manifiesto o latente, que la paz los aburre.
No existe espacio en un ensayo como este para desarrollar
esta hipótesis, ni creo que sea necesario para entender lo que ya fue dicho
sobre las responsabilidades y confusiones de los años 70. Pero aun el lector
complaciente con la lectura de los capítulos anteriores quedará con dudas. Se
preguntará por qué las cosas fueron como fueron. Fueron los 70 una anomalía o
parte de una serie mayor de eventos.
Si fuera confirmada, mi hipótesis respondería esa pregunta,
ya que ella refiere a la larga duración de la historia argentina, al trasfondo
del drama de los 70 y las generaciones que se enfrentaron. Sin esta hipótesis
–o alguna otra igualmente instalada en la larga duración– se corre el riesgo de
interpretar los hechos de los 70 como singulares, algo que “nunca más” se
repetiría. Pero la historia argentina está repleta de “nunca más” no atendidos.
Los años 70 representan una ruptura singular, pero también
son una continuidad del pasado.
El drama está sobredeterminado por circunstancias en el
largo plazo que permiten imaginarlos como expresión de ciclos de “eterno
retorno”.
——————————
El aspecto más notable para un observador externo de la
realidad argentina es la tensión que se expresa en la superficie de las
relaciones sociales y humanas. Mi hipótesis es que detrás de esa tensión existe
un resentimiento de larga duración que está presente en la mayoría de los
argentinos, independientemente de sus diferencias de clase, de corporaciones o
de ideología política.
El origen de ese resentimiento no residiría en las supuestas
intenciones perversas de determinados actores de la historia reciente, va más
allá. Los pueblos no construyen su historia de forma consciente o racional, son
portadores de valores y sentimientos que sus
ciudadanos heredan del pasado de la nación, así como de la
experiencia de su generación.
Los valores y sentimientos que los individuos heredan de su
familia o grupo étnico-social de pertenencia no son capaces, en la mayoría de
los casos, de avanzar a contramano de aquellos que provienen del espíritu del
tiempo. A quien piensa lo contrario le pido que imagine, por un instante, los
avatares de la vida de trillizos, nacidos en cualquier país de Europa a
principios del siglo 20, que quedan huérfanos en poco tiempo y son dados en
adopción a diferentes familias, una de Alemania, otra de Rusia y otra de
Inglaterra. Obtienen nuevos nombres y nada les permiten sospechar que son
adoptados o extranjeros. El lector será llevado a concluir que el resultado más
probable a observar en los años 30 y 40 será que uno de los trillizos habrá
ganado el kit de los valores y sentimientos de los nazis, otro el de los
comunistas y el restante de los liberales.
Pero a veces ocurre que en un país coexisten dos tradiciones
históricas igualmente fuertes y antagónicas. En ese caso la sociedad está
expuesta a enfrentar una guerra civil manifiesta o latente. Estados Unidos en
el siglo XIX y de España en el siglo XX son ejemplos de guerra civil
manifiesta; independientemente de los resultados, sus respectivas comunidades
supieron con el tiempo apagar los rescoldos en esos dos casos.
Pero no siempre es así. Argentina pasó por un extenso
período de guerra civil en el siglo XIX (1814-1880) cuyos campos de batalla
fueron borrados por el tiempo pero continuan latentes en el inconsciente
colectivo.
Para simplificar: los historiadores se refieren a una lucha
entre unitarios y federales, pero en esos años no estaba en discusión apenas un
régimen político, había fuertes valores y sentimientos entrecruzados, además de
una enorme cantidad de intereses localistas contrapuestos. En esos 66 (sesenta
y seis) años hubo 419 (cuatrocientas diecinueve) batallas entre argentinos.
Sólo Funes el Memorioso podría recordar los nombres y circunstancias de todas
ellas. Los muertos y degollados se contaron por centenas de miles, pero ningún
museo de la memoria quiere recordar su existencia. El magma de la guerra civil
devoró las energías de la nación durante más de seis décadas, sin embargo ese
hecho es poco y mal enseñado en la escuela, es enviado al basurero de la
historia sin antes vacunar a los niños.
Mi generación fue educada en la creencia que nada anormal
había ocurrido en la historia del país. La guerra civil americana, aunque de
corta duración (1861-1865), fue de una intensidad tremenda, y hace tiempo que
es tratada con objetividad por la escuela de los Estados Unidos. Ellos no la
esconden, ni hacen ideología con ella.
En la Argentina, en cambio, cuando se aborda la guerra
civil, los historiadores y el público en general son poseídos por una fuerte
subjetividad y defienden a uno u otro lado sin interés en la búsqueda de una
verdad consensual.
La generación del 80 (del siglo XIX) construyó un país
moderno sobre bases conservadoras, cuyo desarrollo económico y social
vertiginoso fue facilitado por una ola de
inmigración europea no menos alucinante. La sociedad
argentina que festejó en 1910 el Centenario de la Revolución de Mayo vivía en
un país absolutamente diferente del
que había sido treinta años atrás. Buenos Aires era una
lujosa Babel, llena de extranjeros, edificios modernos, monumentos y plazas. La
población total del país casi
se había cuadruplicado y la tasa de crecimiento económico
superaba a la de Canadá, Estados Unidos y Australia, las principales potencias
emergentes de la época. En 1884 se había instituido la enseñanza primaria
obligatoria y gratuita con excelentes resultados y en 1912 sería garantizado el
voto secreto y obligatorio. La Buenos Aires del siglo XX festejaba el progreso,
nadie parecía recordar la guerra civil del siglo XIX. Pero en muchas de las
atrasadas provincias del interior del país no ocurría lo mismo. Cuando la
situación económica en esas provincias se volvió insostenible se creó una
fuerte corriente migratoria interna en la dirección de Buenos Aires.
Principalmente a partir de 1930, el interior del país sumó una nueva ola
poblacional a la anterior de los inmigrantes europeos, trayendo nuevos
conflictos y tensiones. Los nuevos emigrantes tenía otro color de piel y otras
costumbres civilizatorias, sus raíces indígenas eran inocultables. Si los
europeos habían sido mal
recibidos, ellos lo serían peor todavía. Esa masa de
argentinos era el recuerdo vivo de una guerra civil mal resuelta.
La fase de 1880 a 1930 fue de relativa paz, a pesar de
algunas severas tensiones y conflictos. En 1890 y 1905 hubo sublevaciones
cívico-militares en reclamo de
derechos políticos. En 1919 (Semana Trágica) y 1920-1921
(Patagonia) hubo fuertes huelgas en reclamo de derechos sociales. Esos hechos
produjeron muchos muertos y
fusilados, entre ellos había una significativa presencia de
extranjeros, que cargarían con buena parte de la culpa. Pero en 1930 la guerra
civil retomaría su curso, aunque en estado latente.
Viejos y nuevos resentimientos explotaban por todos lados
cuando ocurrió el golpe militar y se entronizó la dictadura fascista de José
Félix Uriburu (1930-1932). En 1930 el régimen republicano fue derrotado por los
militares; a pesar de sus vicios era la única garantía posible contra los
excesos que llevan una nación al abismo. Así como el impulso civilizatorio de
la generación del 80 llegaría hasta el 30, el impulso de barbarie de Uriburu
llegaría hasta Videla.
Fue Uriburu quien institucionalizó la tortura y quien
produjo el primer desaparecido de la historia argentina moderna. Todos los
militares que vinieron después son sus herederos, incluyendo a Perón, que como
se sabe apoyó también al golpe del 30.
De acuerdo con mi hipótesis, a partir de 1930 comenzaría un
ciclo de guerra civil latente, alimentado por antiguos y nuevos resentimientos.
Al resentimiento de los derrotados en las guerras civiles se sumaba ahora el
resentimiento de los vencedores contra el aluvión extranjero, que en algunos
casos traían en la mochila ideologías reformistas avanzadas, como los
socialistas, y en otros ideologías de revolución violenta, como los
anarquistas. Después de más de seis décadas de guerra civil manifiesta y cinco
de relativa paz, los argentinos descubrirían que a las viejas heridas no habían
sido curadas, que la paz había sido desperdiciada.
El resentimiento atraviesa los poros de la sociedad en forma
ambigua y confusa. El Ejército, cuna de vencedores, dificulta el ingreso a sus
escuelas de oficiales a los hijos de extranjeros, pero no puede evitar que los
hijos de los derrotados en la guerra civil entren en sus cuadros de
suboficiales, por ejemplo. Los extranjeros e hijos de extranjeros que nutrían a
los nuevos sectores sociales en formación —proletariado y clases medias rurales
y urbanas— son sorprendidos por los golpes de 1930 y de 1943, y por el
peronismo que les sigue. Serán ellos el motor principal de los partidos de
izquierda y progresistas que, llevados por creciente disconformidad por la
falta de espacio político para sus fuerzas, destilarían sus energías en la
guerrilla de los 70.
La guerra civil latente se tornó evidente con el triunfo de
Perón en 1946. A partir de ahí el país se dividió con odio y resentimiento
creciente entre peronistas y antiperonistas. Igual que las familias, las
principales instituciones y clases sociales del país fueron atravesadas por esa
división.
La guerra mostró sus garras en 1955, cuando aviones
militares argentinos bombardearon y mataron a centenas de civiles en Plaza de
Mayo. Fue un episodio claro de guerra civil. A partir de ahí el resentimiento
de los argentinos nunca daría tregua, determinando un periodo de guerra latente
sin fin, con manifestaciones cíclicas de episodios de guerra civil manifiesta.
Con el gobierno de Alfonsín (1983-1989) el país pareció entrar en un período de
obediencia al Estado de Derecho, pero eso fue una ilusión fugaz, como se puede
hoy comprobar (2012).
No resulta difícil suponer que los años 70 constituyeron un
momento que también daba espacio para la expresión de los resentimientos
acumulados en los diversos episodios de guerra civil, tanto del siglo XIX como
del XX. Hacia los 70 convergieron dos procesos que corrieron en paralelo
durante esa década: por un lado el del peronismo, proscripto políticamente por
los militares desde 1955, por el otro el de la nueva izquierda revolucionaria,
que tampoco encontraba su lugar dentro del sistema político vigente.
Es posible que Perón haya querido reconciliación a los
argentinos en 1973, pero queriéndola o no ella ya no era posible, en gran parte
debido a sus acciones anteriores. En los 70 había comenzado un proceso
acelerado de fusión entre peronismo y revolución que encontró su mejor
expresión en los Montoneros. Y ellos querían una confusa revolución socialista
con o sin Perón. Así como el peronismo realizó en los 40 una síntesis de
fuerzas y sentimientos contradictorios, la guerrilla en los 70 también haría lo
mismo, ella sería peronista y no peronista, marxista y no marxista, de derecha
y de izquierda, atraería a sus filas a los vencedores y vencidos de las luchas
pasadas.
——————————
La guerra civil no es un invento peronista, obviamente, pero
su fantasma asoló a sus dos gobiernos emblemáticos: el de Perón y Eva
(1946-1955) y el de Perón e Isabel (1973-1976). Tanto en 1955 como en 1973 el
país vivió al borde de la guerra civil, con grupos de civiles y militares
armados matando gente por la calle. No es casualidad. La historia del peronismo
y de las fuerzas armadas es concomitante, ambos actores se resienten por igual
de su destino, se sienten incomprendidos y sujetos a injusticia por parte de
sus adversarios, los cuales no merecen ni la ley. “Al amigo, todo; al enemigo,
ni justicia”, según una conocida sentencia de Perón pronunciada frente a las
cámaras en 1971, que sirve para ilustrar tanto el comportamiento histórico del
peronismo, como el de las dictaduras militares.
Para algunos politólogos la democracia argentina continua
firme su proceso de consolidación. Estoy en desacuerdo, pero no voy a entrar en
detalles, el presente no es
el foco de este ensayo. Aun así, a titulo de ilustración me
permito aventurar que al final de la era Kirchner el país asistirá a un nuevo
ciclo de violencia entre argentinos. La guerra civil argentina todavía no
terminó porque la comunidad continúa dividida. Es importante entender la
sobredeterminación del presente por el pasado en la Argentina.
Eso ocurrió en los 70 y continuará ocurriendo en el futuro,
por lo menos hasta que los argentinos se sientan parte otra vez de una historia
común.
Los militares que dieron el golpe en 1976 continúan aun
ocupando la primera plana de las noticias de los tribunales. Como de costumbre,
no hay política ni intención de pensar la reconciliación nacional por parte del
Estado. Por eso el resentimiento se acumula y la guerra civil retorna
cíclicamente.
La fuerza de la explosión dependerá de las circunstancias,
podrá haber centenas o millares de muertos, podrán ser degollados, fusilados o
desaparecidos, pero en todos los casos ocurrirá siempre la misma tragedia de
argentinos matando a otros argentinos sin misericordia, con odio. Un dato
curioso de ese eterno retorno es que los fantasmas alternan sus posiciones
ideológicas sin pudor, eso es posible porque el resentimiento es una motivación
que no se apoya en distinciones racionales sino en sentimientos y valores
difusos.
La palabra “vuelve” tiene ecos profundos en la Argentina, el
pasado siempre está volviendo.
Aramburu fue condenado a muerte por su pasado, no por su
presente. El pueblo peronista dio rápidamente un enorme reconocimiento a sus
ejecutores, ellos no estaban comenzando algo nuevo, sino continuando algo
antiguo. Ese acto no tenía ningún valor simbólico como anuncio de un camino
hacia el socialismo, su tremendo poder residía en ser un acto de venganza, que
pretendía cambiar la derrota del pasado en victoria futura. Pero el comando que
lo ejecutó traía más cartas en la manga. La enunciación de su acto fue hecha en
un comunicado firmado con el nombre “Montoneros”, en donde se incluía en el
texto la piadosa frase: “Que Dios Nuestro Señor se apiade de su alma”.
Los Montoneros eligieron para sí un nombre arquetípico que
identificaba a las tropas irregulares en la guerra civil argentina del siglo
XIX. Los montoneros (o las montoneras) fueron protagonistas decisivos en muchos
combates, su heroísmo era mítico. Dando ese nombre a la organización ellos
atrajeron inmediatamente la simpatía de los descendientes de los derrotados en
esa guerra. Incluyendo a Dios en su primer comunicado los Montoneros
consiguieron también atraer simpatías importantes entre los descendientes de
las elites vencedoras, que vivían con culpa la historia argentina. Dios había
sido citado de una forma que, por cierto, no traslucía el contenido doctrinario
de la teología de la liberación de los comandos, sino la religión oficial del
Estado Argentino.
La fuerza de la guerrilla de los años 70 se habría quedado
muy atrás de lo que fue sin la invocación a esas fuerzas míticas y sagradas en
el primer comunicado de los
Montoneros. Las otras organizaciones revolucionarias —ERP,
FAL, FAP, FAR, etc.— se presentaban con nombres y siglas convencionales, sin
cualquier atractivo especial.
Sin la presencia de los Montoneros igual habría habido
guerrillas peronistas y no peronistas, pero su expresión popular y sus efectos
políticos habrían sido bien
menores, así como la convocatoria para sumarse a sus
estructuras de combate. La guerra habría durado menos y quizás no hubiera
habido ni siquiera un Videla, ¿quién sabe?
Una astucia cruel de la historia fue que la conducción de
los Montoneros se dejó engañar por los efectos de sus primeras acciones. Ellos
creyeron que eran los principales artífices de la enorme popularidad y
reconocimiento que rápidamente ganó la organización. Se creyeron que la
espantosa dinámica de crecimiento de sus filas, especialmente en los años de
1972 y 1973, se debía a su “genio” político. Se atrevieron así a desafiar a
Perón y a las fuerzas armadas al mismo tiempo, y en el momento más crudo de su
derrota llegaron a pensar que existía un movimiento de masas montonero que era
la expresión superior del peronismo, conducido por ellos. Era tal su autoengaño
que se creyeron invencibles y en 1979-1980 no vacilaron en mandar a la muerte a
sus últimos militantes, convencidos de que al llegar a la Argentina se
multiplicarían como por arte de magia. Muchos analistas ven esas
“contraofensivas” como graves errores políticos de la conducción. Fueron mucho
más que eso, fueron la prueba última y definitiva de que la conducción de los
Montoneros no soportaba la realidad. Como los “aprendices de brujo”, habían
desatado fuerzas que no sabían como controlar sin invocar a la muerte, hasta el
fin.
Testamento: 4.2 Memoria y Condición Humana
Héctor Ricardo Leis
Aug 28, 2012
El fenómeno del resentimiento tiene raíces antiguas pero
cobra importancia fundamental con la llegada del mundo moderno, sumando los
conflictos por los valores sociales y culturales de la nueva dinámica histórica
a las tradicionales luchas políticas y militares. Los derrotados en ese mundo
de grandes transformaciones son empujados cada vez más hacia atrás con el
correr del tiempo, aumentando su impotencia y resentimiento en la misma
proporción. Acompañando la eclosión de las masas en la política aparecen
individuos y grupos que intentan ponerse por encima de las leyes y los dioses,
lo cual lleva a que se atribuyan el derecho de hablar sin escuchar, o de hacer
y deshacer aquello que está prohibido a los demás. Eventualmente puede haber
entre ellos figuras carismáticas y personas altruistas, pero la ceguera sobre
el verdadero sentido de sus actos los conduce inevitablemente a la ruina.
Disociados de la realidad, se sienten imposibilitados para pedir perdón por sus
actos y eso vuelve imposible la cura de las heridas causadas en la comunidad política.
En ellos se cristaliza la convicción de que la culpa siempre es de los demás;
los ciega por un deseo de venganza que les impide emprender cualquier
sacrificio por el bien común.
Para Friedrich Nietzsche el resentimiento surge a través de
una operación sugestiva, mediante la cual el odio de los vencidos es
transformado en una victoria moral.
En la literatura posterior a Nietzsche, el concepto de
resentimiento fue ganando relevancia para entender la dinámica histórica tanto
de los vencidos como de los vencedores, dependiendo de las circunstancias. Más
allá de las diferencias entre diversos autores, hay consenso sobre el hecho de
que el resentimiento evidencia un tiempo penoso que no puede ser superado u
olvidado, transformando a los seres humanos en rumiantes de la memoria.
Esto trae consecuencias que el análisis político y social
contemporáneo no sabe todavía como enfrentar. En las últimas décadas, las
ciencias han reivindicado el valor de la memoria como una parte esencial de la condición
humana. Pero el congelamiento de un sufrimiento vivido amenaza al futuro con la
espada de la venganza. El recuerdo y registro de los hechos históricos es tan deseable
como el olvido de los sentimientos negativos asociados a esos mismos hechos.
¿Qué hacer, entonces, cuando determinadas sociedades o
grupos humanos quedan
presos de un resentimiento que se retroalimenta,
estableciendo un círculo vicioso que amenaza no tener fin? Para no caer en el
abismo de la barbarie, vencedores y vencidos deberán buscar algún tipo de
reconciliación. El perdón y el sacrificio son los únicos caminos para eso. El
tiempo por sí solo no cura el resentimiento; por el contrario, lo aumenta.
La reconciliación no llega si los actores (o los
descendientes de estos actores) no quieren perdonar ni ser perdonados.
El perdón, el sacrificio y la reconciliación son temas
centrales de la tradición abrahámica, que nutre tanto al judaísmo como al
cristianismo y al islamismo. En La Condición Humana, Hannah Arendt afirma que
el origen religioso de estos elementos no impide trasladarlos a la política.
Sin embargo, en el mundo contemporáneo difícilmente llegan de forma auténtica.
El sentido común de la política contemporánea es
extremadamente secularizado y creó, en consecuencia, una falsa antinomia entre
perdón y justicia. Pero al contrario de lo que se piensa habitualmente, la
justicia —entendida como condena de los culpables— no excluye el perdón. Por
más que la relación entre justicia y perdón pueda ser tensa debe recordarse que
no son opuestas.
Tzvetan Todorov afirma que la justicia prioriza la ley. Es
punitiva, pero no reparadora, no se preocupa por el bien de la comunidad. La
única diferencia entre la venganza y la justicia punitiva es que la primera es
ejecutada por agentes privados y la segunda por agentes públicos. A pesar de
esa diferencia ambas responden al mismo padrón: “la ley del talión no ha sido
abandonada”. Ejemplos: con la condena a Videla el Estado ejerció una justicia
pública, con la condena a Aramburu los Montoneros pretendieron una justicia
privada. En este sentido, la ejecución de Aramburu tenía un justificativo que
el asesinato de Rucci no tuvo, él fue asesinado apenas para mandarle un mensaje
(terrorista) a Perón. La justicia reparadora, que también puede ser llamada
reconciliadora, prioriza la comunidad antes que a los individuos, ya que aspira
a la cura de los resentimientos mutuos entre culpables y victimas de una
historia común.
El perdón es el único camino que garantiza la
reconciliación. Sin pedir perdón, sin perdonar a quien lo pide, los errores del
pasado continuarán amenazando al presente y al futuro. Pero sin el sacrificio
de la confesión, el perdón puede tornarse un artificio instrumental sin efecto.
El sacrificio es un elemento central porque demuestra la autenticidad del
perdón. El sacrificio de la confesión garantiza la verdadera intención de paz.
Que esa intención no existe en Argentina se prueba fácilmente:
incluso después de cuarenta años de la tragedia de los años 70, no existe el
menor deseo de confesar por parte de los participantes en los hechos de
violencia. Peor todavía, cuando aparece alguien como el capitán Adolfo Scilingo
—quien en 1995 confesó arrepentido su participación en los llamados “vuelos de
la muerte” de la Marina, que arrojaban personas vivas al mar— rápidamente es
denigrado por todos, organizaciones de derechos humanos, actores políticos,
opinión pública y gobierno. ¡No sea el caso que su actitud sea imitada! En la
Argentina son incentivadas y premiadas las acusaciones y la justicia punitiva,
nunca las confesiones y la justicia reparadora
Los acontecimientos del pasado son procesados a través de
una dialéctica entre la memoria y el olvido. Los actores construyen una memoria
que, para fortalecerse, necesita olvidar momentáneamente algunos hechos de su
pasado. En particular, aquellos que aun siendo verdaderos y comprensibles
presentan elementos contradictorios con las necesidades del presente.
La literatura sobre
memoria apunta casos interesantes. Uno de ellos es el de los alemanes que, después
de la Segunda Guerra Mundial, precisaban construir un consenso nacional sobre
los crímenes de guerra del nazismo. En esa memoria había poco lugar para los
crímenes de guerra cometidos por los Aliados contra los propios alemanes (como,
por ejemplo, el que ocurrió en la ciudad de Dresde, pocas semanas antes de la
rendición de Alemania, que fue bombardeada con el objetivo principal de
aniquilar a su población civil). Esos hechos debían ser olvidados para
facilitar la convergencia de los alemanes en los trabajos de reconstrucción del
país junto con los Aliados. Algo parecido ocurrió en la Argentina, donde los
atentados terroristas de la guerrilla, realizados entre mayo de 1973 y
marzo de 1976 —momento en que el país estaba viviendo bajo
un gobierno democrático—, tuvieron que ser olvidados cuando retornó la
democracia en diciembre de 1983. La
nueva memoria tenía que unir a los argentinos contra la
dictadura militar pasada y contra las fuerzas armadas del presente, que aun se
sentían con poder para amenazar el futuro. En ese momento no había tiempo y
lugar para otra cosa. Pero el tiempo debería avanzar en dirección de la
sustitución de estas memorias instrumentales, fruto de las circunstancias, por
memorias que gradualmente se aproximen a la verdad. En la Argentina parece
ocurrir lo contrario, a medida que pasa el tiempo las memorias históricas se
tornan más instrumentales y menos verdaderas.
Cuando la instrumentalización de la memoria histórica se
vuelve dominante, deja de ser posible la existencia de una dialéctica
auténtica, guiada por el bien común, entre memoria y olvido. En esos momentos
la sociedad es obligada a dividirse en base a memorias opuestas, donde lo que
recuerda una parte de la sociedad es olvidado por la otra y vice versa. Son
momentos de fuerte conflicto simbólico, en los cuales la sociedad se polariza
dejándose llevar por una relación amigo-enemigo que exacerba la visión del
enemigo, no la del amigo, colocando en riesgo el futuro político de la
comunidad.
Parece que los agravios, de palabra y de hecho, que cada uno
de los actores hizo contra el otro en el pasado, no pudiesen ser olvidados.
¿Qué hacer para salir de esta situación? La reconciliación es la única solución
existente. Pero la misma tiene un fondo trágico que para ser superado necesita
del perdón y de la verdad. Y sin embargo, el perdón no siempre es posible,
posee un aspecto existencial que supera las posibilidades de la política. ¿Como
se podría perdonar lo imperdonable? se preguntaba Jacques Derrida a propósito
del Holocausto. No obstante, el perdón es imaginable como posibilidad siempre
que la verdad sea revelada para todos. Sin verdad no hay qué perdonar.
¿Pero qué hacer entonces cuando la verdad no es consensual
y, por lo tanto, ni siquiera existe la eventualidad de una reconciliación por
el perdón? En este caso sólo restan las confesiones. Una muestra de la
degradación de quienes hoy reclaman el perdón para los militares o defienden la
amnistía que protege a los guerrilleros es el hecho de que no reivindican en
ningún caso la debida confesión de los mismos.
Cabe hacer una última pregunta: ¿existe alguna jerarquía
entre verdad, justicia y memoria? Para la tradición ética occidental no hay
duda de que la verdad es el valor principal. Mal se podría hacer justicia sin
el conocimiento de la verdad. Para una comunidad política, la verdad se vuelve
esencial porque se refiere a su propia existencia como tal. La verdad es la
justicia que una comunidad hace con su futuro. La injusticia, por peor que sea,
afecta únicamente a una parte de la comunidad, sean individuos o grupos. Sin la
verdad, los resentimientos y los preconceptos que conducen a la injusticia
nunca desaparecen. En este sentido se puede afirmar que la verdad es
terapéutica, mientras que la justicia que no se subordina a la verdad está
lejos de serlo; por el contrario, crea más enemistad en el interior del cuerpo político.
Así como la justicia no puede negar su parentesco con la venganza, la verdad
tampoco puede negar su intimidad con la confesión y el perdón.
————————
Sé que mi texto llega demorado. Necesitaba una señal para
escribir finalmente llegó. Cerca de mis 70 años la inercia se transmutó en la
urgencia de escribir mis memorias. Pretendo concluirlas en breve, pero la
urgencia fue tal que fui obligado a escribir primero este ensayo sobre los años
70.
En mi vida no creo haber hecho nada con intención perversa o
egoísta, pero hace tiempo descubrí que fui parte activa de una dinámica
histórica que podría haber evitado, si hubiese encontrado dentro de mí reservas
morales e intelectuales suficientes para enfrentar el lado oscuro del espíritu
del tiempo de mi generación. Sin embargo, ser más sabio me exigía no aceptar en
aquel momento el desafío de la revolución y, al final de cuentas, haber
participado me dio una oportunidad de sabiduría mayor.
Solo aquellos que se equivocan tienen la oportunidad de
alcanzar una verdadera sabiduría, enseñó Platón en el albor de la cultura
occidental. No existe sabiduría innata que ayude evitar los males de este
mundo, los seres humanos nacen apenas con una chispa de la luz universal, que
por ser tan reducida solo puede ser usada a posteriori, nunca a priori.
Si algún factor me hubiese impedido participar en la
principal jugada histórica de mi generación, no por eso la tragedia hubiera dejado
de ocurrir. Y, habiendo ocurrido, mi participación me permitió mirar hacia
atrás y reconocer que todos —y cuando digo todos quiero decir todos— hicimos
cosas que nunca imaginamos que haríamos. Comprender eso me dio fuerzas para
mirar hacia el futuro y criticar la mentira y la falta de compasión de las
memorias vigentes en la Argentina, que rechazan la confesión y el perdón, dos
términos que en el vocabulario político vigente equivalen a malas palabras.
Concluyo entonces mi texto confesando que contribuí al
sufrimiento argentino con acciones y pensamientos luminosamente ciegos.
Pido perdón a las víctimas de los hechos donde mi
participación fue directa, como en José León Suarez hace casi cuarenta años.
Pido también perdón a los inocentes y a las generaciones
posteriores a la mía, que aun sin ser responsables por los acontecimientos de
la reciente historia argentina continúan siendo castigadas con la ignorancia de
su verdadero sentido, impidiéndoles así de parar el yira-yira del karma
nacional.
El desierto crece: van aumentando los anillos pálidos y
estériles. Ahora desaparecen las zonas avanzadas que estaban llenas de
sentidos: los jardines de cuyos frutos nos nutríamos despreocupadamente, los
espacios pertrechados con instrumentos bien probados. Ahora las leyes se
vuelven dudosas, los utensilios adquieren un doble filo.
Ay de aquél que alberga desiertos: ay de aquel que no lleva
consigo, aunque sólo sea en una de sus células, un poco de aquella sustancia
primordial que una y otra vez es garantía de fecundidad.
Ernst Jünger (1895-1998)
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